Era una mañana lluviosa en que el agua fina e imperceptible de la garúa caía constantemente mojando el pavimento de las calles, haciendo que los tejados recogieran esa agua y luego la dejaran resbalar hacia los canalones y por ellos bajaba hasta perderse por la acera.
Había un colegio donde los niños acudían, como cada día, a recibir los primeros pasos de su enseñanza y aprender aquellos conocimientos básicos de una cultura, que luego, cuando fueran adultos, podrían aplicar en su vida.
En la puerta del mismo se encontraba un niño que llevaba una chaqueta de punto, de color azul, que ocultaba una camisa blanca y una corbata roja. Un pantalón corto de tono gris bajaba por sus piernas cubiertas por unos calcetines de cuadros que se perdían en unos zapatos marrones que cubrían sus pies.
Había acudido al colegio como todos los días, pero en esta ocasión con algo especial que llamaba la atención poderosamente ya que en su mano derecha llevaba un ramo de flores, mientras en su izquierda sujetaba la cartera que contenía los libros, cuadernos y lápices.
Allí, en un rincón, junto a la puerta, se había quedado, mientras todos los compañeros que pasaban, le miraban y sonreían. Unos le preguntaban que qué hacía allí, vestido de domingo, otros que para quien era el ramo de flores. El niño no contestaba, sólo miraba, a los compañeros que iban llegando, y su mirada se perdía a lo lejos como si estuviera buscando y esperando a alguien.
En un momento todos los compañeros habían entrado ya a las aulas mientras el chico permanecía todavía en la puerta. Un profesor que entraba en ese momento, le vio y se acercó preguntándole que qué es lo que hacía allí. El chico le miró y le respondió que estaba esperando.
-Ya, pero vas a perder la clase, Jorge
-No importa, tengo que esperar, es muy importante.
-Bueno, tú verás, luego no te lamentes si te ponen una falta.
El profesor se marchó y el niño se quedó allí, en la puerta, con su ropa de domingo, con su calzado que empezaba a mojarse, y con el ramo de flores en la mano.
Pasaron las horas, pasó la mañana y las clases acabaron. Todos los compañeros salieron y al verle en la puerta, como haciendo guardia en espera de alguien, siguieron riéndose y la mofa y la rechifla aumentó, pues nadie entendía qué hacía allí aquel chico.
Todos se marcharon y el colegio quedó vacío. De nuevo el profesor que antes había visto al pequeño pasó a su lado, pero sorprendido de verle en la puerta, volvió sobre sus pasos y le dijo:
-¿Jorge qué haces aquí?, no me digas que sigues esperando.
-Sí, Sr. Andrés, aún sigo esperando.
-¡Pero bueno!, ¿se puede saber a quién esperas?
-Espero a Margarita.
El profesor sorprendido ante esta respuesta se llevó una mano a la cabeza y pasando los dedos entre sus cabellos blanquecinos se dirigió al niño con estas palabras:
-Vamos a ver Jorge, Margarita se ha marchado de viaje, ¿lo sabías?
-¡Sí!,- respondió el niño.
-Entonces, ¿qué haces esperándola si no va a venir?, ¡no lo entiendo!
-Yo tampoco señor. Andrés, sólo sé que tengo que esperarla aquí para darla estas rosas.
-Pero ¿por qué tienes que darle esas rosas?
-Hoy es su cumpleaños y quedé en traerla estas flores que ella se llevaría a su casa.
-¿A su casa...?
-Sí, señor Andrés, a su casa.
-Mira Jorge, creo que lo mejor será que te acompañe a casa y que hable con tus padres.
-¡No, por favor!, no haga eso. Deje que siga esperando a Margarita.
-¿Pero por qué tienes que esperar a Margarita, no sabes que ella ha emprendido un largo viaje y que nunca volverá?
El niño miró al maestro con sus ojos azules, y con la inocencia que sus pupilas reflejaban le contestó:
-Sé que ha marchado de viaje pero me dijo en sueños que la hiciera un ramo de flores, que vendría a por ellas, y he cogido estas rosas para dárselas. Sé que volverá, pues siempre se han cumplido nuestros sueños, y cuando se acuerde vendrá señor Andrés, vendrá por sus rosas.
El maestro dio dos pasos adelante y con un movimiento de cabeza bajó la mirada hacia el suelo y se quedó pensativo, como impotente. Y mientras esto hacía pensaba en aquella niña alegre, que seguía sus clases desde un pupitre de la clase y que se llamaba Margarita, a la que todo el mundo adoraba.
Recordó su pelo rubio, sus trenzas, su vestido plisado y siempre limpio, sus chancletas humildes, pero sobre todo recordaba su voz, aquella voz infantil con el timbre de la curiosidad y de la alegría que hacía preguntas en clase, que hablaba con los demás niños, y recordaba también su risa abierta que callaba cuando el profesor la miraba ó mandaba silencio.
Volvió a ver aquella carita que nunca más vería, y empezó a caminar mientras a su espalda quedaba aquel chico, en la puerta del colegio, esperando se cumpliera un sueño imposible, mientras sostenía en una mano el ramo de rosas, que poco a poco se iban curvando y afeando por efecto de la fina lluvia.
El maestro sintió que unas lágrimas caían de sus mejillas y empezó a caminar. Sin volver la cabeza dijo estas palabras:
-Adiós Jorge, ¡que tengas suerte! y que Margarita venga pronto a recoger tus flores. Cuando la veas le das recuerdos y un beso de parte de su profesor.
-Así lo haré señor Andrés, en cuanto venga le daré recuerdos y un beso de su parte.
El maestro siguió caminando con la cabeza inclinada sintiendo sobre sus cabellos la caída de la fina lluvia, y recordando la figura tierna que aquella mañana había visto durmiendo para siempre en una cajita de madera en la fría Iglesia.
Sintió un escalofrío porque algo suyo se iba y se había marchado de viaje para siempre, con aquella niña, con aquella alumna. Pensó que quién era él, un humilde maestro, profesor de escuela, para despertar del sueño a ese niño que en la puerta esperaba, con el ramo de rosas para dar a su amiga, a esa niña buena que vivió con ellos como compañera, y les dio su risa, su mirada tierna.
Siguió caminando en la mojada acera, mientras en la puerta del colegio un chico, afuera y mojándose, rebusca a lo lejos con mirada inquieta. Un niño vestido de gala está en esa puerta, un niño con rosas que paciente espera.
Rafael Sánchez Ortega ©
Había un colegio donde los niños acudían, como cada día, a recibir los primeros pasos de su enseñanza y aprender aquellos conocimientos básicos de una cultura, que luego, cuando fueran adultos, podrían aplicar en su vida.
En la puerta del mismo se encontraba un niño que llevaba una chaqueta de punto, de color azul, que ocultaba una camisa blanca y una corbata roja. Un pantalón corto de tono gris bajaba por sus piernas cubiertas por unos calcetines de cuadros que se perdían en unos zapatos marrones que cubrían sus pies.
Había acudido al colegio como todos los días, pero en esta ocasión con algo especial que llamaba la atención poderosamente ya que en su mano derecha llevaba un ramo de flores, mientras en su izquierda sujetaba la cartera que contenía los libros, cuadernos y lápices.
Allí, en un rincón, junto a la puerta, se había quedado, mientras todos los compañeros que pasaban, le miraban y sonreían. Unos le preguntaban que qué hacía allí, vestido de domingo, otros que para quien era el ramo de flores. El niño no contestaba, sólo miraba, a los compañeros que iban llegando, y su mirada se perdía a lo lejos como si estuviera buscando y esperando a alguien.
En un momento todos los compañeros habían entrado ya a las aulas mientras el chico permanecía todavía en la puerta. Un profesor que entraba en ese momento, le vio y se acercó preguntándole que qué es lo que hacía allí. El chico le miró y le respondió que estaba esperando.
-Ya, pero vas a perder la clase, Jorge
-No importa, tengo que esperar, es muy importante.
-Bueno, tú verás, luego no te lamentes si te ponen una falta.
El profesor se marchó y el niño se quedó allí, en la puerta, con su ropa de domingo, con su calzado que empezaba a mojarse, y con el ramo de flores en la mano.
Pasaron las horas, pasó la mañana y las clases acabaron. Todos los compañeros salieron y al verle en la puerta, como haciendo guardia en espera de alguien, siguieron riéndose y la mofa y la rechifla aumentó, pues nadie entendía qué hacía allí aquel chico.
Todos se marcharon y el colegio quedó vacío. De nuevo el profesor que antes había visto al pequeño pasó a su lado, pero sorprendido de verle en la puerta, volvió sobre sus pasos y le dijo:
-¿Jorge qué haces aquí?, no me digas que sigues esperando.
-Sí, Sr. Andrés, aún sigo esperando.
-¡Pero bueno!, ¿se puede saber a quién esperas?
-Espero a Margarita.
El profesor sorprendido ante esta respuesta se llevó una mano a la cabeza y pasando los dedos entre sus cabellos blanquecinos se dirigió al niño con estas palabras:
-Vamos a ver Jorge, Margarita se ha marchado de viaje, ¿lo sabías?
-¡Sí!,- respondió el niño.
-Entonces, ¿qué haces esperándola si no va a venir?, ¡no lo entiendo!
-Yo tampoco señor. Andrés, sólo sé que tengo que esperarla aquí para darla estas rosas.
-Pero ¿por qué tienes que darle esas rosas?
-Hoy es su cumpleaños y quedé en traerla estas flores que ella se llevaría a su casa.
-¿A su casa...?
-Sí, señor Andrés, a su casa.
-Mira Jorge, creo que lo mejor será que te acompañe a casa y que hable con tus padres.
-¡No, por favor!, no haga eso. Deje que siga esperando a Margarita.
-¿Pero por qué tienes que esperar a Margarita, no sabes que ella ha emprendido un largo viaje y que nunca volverá?
El niño miró al maestro con sus ojos azules, y con la inocencia que sus pupilas reflejaban le contestó:
-Sé que ha marchado de viaje pero me dijo en sueños que la hiciera un ramo de flores, que vendría a por ellas, y he cogido estas rosas para dárselas. Sé que volverá, pues siempre se han cumplido nuestros sueños, y cuando se acuerde vendrá señor Andrés, vendrá por sus rosas.
El maestro dio dos pasos adelante y con un movimiento de cabeza bajó la mirada hacia el suelo y se quedó pensativo, como impotente. Y mientras esto hacía pensaba en aquella niña alegre, que seguía sus clases desde un pupitre de la clase y que se llamaba Margarita, a la que todo el mundo adoraba.
Recordó su pelo rubio, sus trenzas, su vestido plisado y siempre limpio, sus chancletas humildes, pero sobre todo recordaba su voz, aquella voz infantil con el timbre de la curiosidad y de la alegría que hacía preguntas en clase, que hablaba con los demás niños, y recordaba también su risa abierta que callaba cuando el profesor la miraba ó mandaba silencio.
Volvió a ver aquella carita que nunca más vería, y empezó a caminar mientras a su espalda quedaba aquel chico, en la puerta del colegio, esperando se cumpliera un sueño imposible, mientras sostenía en una mano el ramo de rosas, que poco a poco se iban curvando y afeando por efecto de la fina lluvia.
El maestro sintió que unas lágrimas caían de sus mejillas y empezó a caminar. Sin volver la cabeza dijo estas palabras:
-Adiós Jorge, ¡que tengas suerte! y que Margarita venga pronto a recoger tus flores. Cuando la veas le das recuerdos y un beso de parte de su profesor.
-Así lo haré señor Andrés, en cuanto venga le daré recuerdos y un beso de su parte.
El maestro siguió caminando con la cabeza inclinada sintiendo sobre sus cabellos la caída de la fina lluvia, y recordando la figura tierna que aquella mañana había visto durmiendo para siempre en una cajita de madera en la fría Iglesia.
Sintió un escalofrío porque algo suyo se iba y se había marchado de viaje para siempre, con aquella niña, con aquella alumna. Pensó que quién era él, un humilde maestro, profesor de escuela, para despertar del sueño a ese niño que en la puerta esperaba, con el ramo de rosas para dar a su amiga, a esa niña buena que vivió con ellos como compañera, y les dio su risa, su mirada tierna.
Siguió caminando en la mojada acera, mientras en la puerta del colegio un chico, afuera y mojándose, rebusca a lo lejos con mirada inquieta. Un niño vestido de gala está en esa puerta, un niño con rosas que paciente espera.
Rafael Sánchez Ortega ©
2 comentarios:
Hermoso relato,contado con las palabras axactas de lo profundo del sentimiento. AZeste relato , no le falta nada, ni siquiera las dulces rosas del amor.Felicitaciones.
Un saludo .
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