Ayer he perdido un pañuelo y no un pañuelo cualquiera aunque el paso del tiempo hubiera dejado en él algunas manchas imborrables de roña y unos pequeños agujeros producidos un día al limpiar la navaja y cerrarla sobre el mismo. Le recuerdo con cariño porque estuvo a mi lado en momentos importantes de la vida. En realidad no sé cómo llegó hasta mi lado. Ignoro si fue un regalo que alguien me hizo, si fue una compra de mi madre ó si fue una persona cercana quien me ofreció en algún momento ese pedazo de tela y a partir de ahí cobró un protagonismo, que ni yo mismo iba a darme cuenta, hasta ahora que noto su falta.
Recuerdo un día, hace años, en que marché a la barra del puerto a ver la puesta del sol meterse a dormir bajo las aguas dejando en el cielo aquel manto rojo, jalonado de nubes. No se me olvida aquel momento ni tampoco los segundos interminables que estuve allí viendo desaparecer lentamente, en el horizonte, al astro rey devorado por el sueño de la noche que empezaba. Aún recuerdo los versos que nacieron en mi cabeza y el escalofrío que recorrió mi cuerpo al poder admirar tanta belleza. Al final la humedad de la tarde, ya noche incipiente, hizo que buscara en mi bolsillo aquella prenda y mitigara un poco el agua que empezaba a recorrer por mi nariz.
Otra vez fue en la playa. Era un día de verano y había ido a pasear junto a la orilla, recorriendo aquel trayecto tan lindo que me conducía a la cala que se encuentra justo debajo del cabo. Llegué a la misma y me senté en unas rocas a mirar hacia atrás el camino recorrido, y también al fondo donde se encuentra mi pueblo, y sobre él las montañas altivas con sus jirones blanquecinos que guardan celosos las nieves del invierno. Estuve largo rato admirando aquel cuadro que parecía sacado de la postal de una tienda, hasta que el tiempo y el sol reclamaron mi cuerpo para que buscara el alivio del mar que cerca, en la cala, me esperaba. Allí me bañé durante un rato y al salir busqué mi camisa, la visera y el pañuelo con el que sequé unas gotas que bajaban por mi frente.
También ese pañuelo fue conmigo una noche en la montaña. Recuerdo muy bien aquel momento mágico, casi diría que extraordinario, en que después de cenar salimos a ver como la luna se daba paso entre las nubes, rompiendo con su claridad la oscuridad profunda dando unos tonos y toques especiales a todo lo que nos rodeaba. A su vez, como por encanto, toda la bóveda celeste empezó a brillar con numerosas luciérnagas, que así eran, como ella llamaba a las estrellas que venían de compañeras de la luna. Recuerdo su escalofrío y también recuerdo mi abrazo y el beso que dejé en sus labios y que fue correspondido mientras veía en sus ojos el reflejo de esa luna, empañado por unas lágrimas nacientes. En aquel momento, que nunca olvidaré, también saqué mi pañuelo para secar sus lágrimas y después besar sus pupilas.
Hubo un momento importante que no puedo dejar pasar por alto y fue cuando murió mi padre. En aquellos instantes, y como por arte de magia también ese pañuelo estuvo cerca y me acompañó. Tuvo que ser esa prenda la que ahogara aquellas lágrimas que pugnaban por salir para tratar de mostrar una valentía ante el ser amado que nos había dejado, y ofrecer la visión de una persona curtida que se ofreciera ante mi familia demostrando un valor, del que carecía, en aquellos momentos, pero a la vez que fuera la referencia para decirles que la vida no acababa allí, que todo era parte de la misma y que a pesar del dolor, la desgracia y las vicisitudes había que seguir caminando, haciendo que el tiempo curara pronto ese suceso y transformara aquellos minutos interminables en un hogar normal, como había sido hasta entonces.
Luego pasó el tiempo, pero el pañuelo estuvo siempre cerca, me acompañó a mil sitios, como los otros que guardo, pero tuvo que ser éste, precisamente, el que estuviera aquel día en que ella me dijo aquellas cosas y en las que me recordó la gran miseria que yo, como persona, guardaba en el alma. Cuando la oí decirme aquello, cuando después vi su silencio, su presunta falta de atención, su ausencia, supe que la había perdido, que me había quedado sólo por culpa de mí mismo y de un egoísmo desmesurado. Entonces se abrió mi alma y entendí muchas cosas. Me di cuenta de que la verdad, aunque es una, se puede ver de muchas formas y también se puede llegar a ella por diferentes caminos. Entonces, cuando ya era tarde, vi perfectamente que los dos caminábamos en busca de esa verdad, aunque por diferentes sendas, pero que al final, las mismas eran convergentes. Sin embargo era tarde ya.
Había amado, me habían amado y en virtud de un estúpido egoísmo había dejado marchar a la persona amada sin siquiera escucharla ni decirla a mi vez todo lo que debía haber compartido con ella. Y perdí su voz, se marchó su sonrisa, me abandonó su presencia y unas lágrimas, esta vez sí fueron mías, asomaron a mis ojos y tuvo que ser éste, precisamente el pañuelo ahora perdido, el que estuviera allí para enjugar las mismas y tratar de contener la fontana de sentimientos que brotaban de mi alma.
Y ahora, ayer, en un descuido, sin darme cuenta, se olvidó aquel pañuelo sobre una roca en la orilla del río. Allí queda con él una parte de mi vida, pues fue testigo silencioso de muchos momentos mágicos y extraordinarios y de otros no tan alegres, dolorosos y crueles, pero que forman parte de la condición humana de cada persona. Ahora tendré que sustituir aquel pañuelo ya perdido por otro que sirva de referencia y marque un norte en mis recuerdos y mis sueños.
A esa prenda ayer perdida, mi pañuelo, hoy le dedico estas líneas con mi recuerdo imborrable, con un suspiro y un beso que le mando, para que duerma y guarde celosamente mis sueños.
Rafael Sánchez Ortega ©
14/06/05
Recuerdo un día, hace años, en que marché a la barra del puerto a ver la puesta del sol meterse a dormir bajo las aguas dejando en el cielo aquel manto rojo, jalonado de nubes. No se me olvida aquel momento ni tampoco los segundos interminables que estuve allí viendo desaparecer lentamente, en el horizonte, al astro rey devorado por el sueño de la noche que empezaba. Aún recuerdo los versos que nacieron en mi cabeza y el escalofrío que recorrió mi cuerpo al poder admirar tanta belleza. Al final la humedad de la tarde, ya noche incipiente, hizo que buscara en mi bolsillo aquella prenda y mitigara un poco el agua que empezaba a recorrer por mi nariz.
Otra vez fue en la playa. Era un día de verano y había ido a pasear junto a la orilla, recorriendo aquel trayecto tan lindo que me conducía a la cala que se encuentra justo debajo del cabo. Llegué a la misma y me senté en unas rocas a mirar hacia atrás el camino recorrido, y también al fondo donde se encuentra mi pueblo, y sobre él las montañas altivas con sus jirones blanquecinos que guardan celosos las nieves del invierno. Estuve largo rato admirando aquel cuadro que parecía sacado de la postal de una tienda, hasta que el tiempo y el sol reclamaron mi cuerpo para que buscara el alivio del mar que cerca, en la cala, me esperaba. Allí me bañé durante un rato y al salir busqué mi camisa, la visera y el pañuelo con el que sequé unas gotas que bajaban por mi frente.
También ese pañuelo fue conmigo una noche en la montaña. Recuerdo muy bien aquel momento mágico, casi diría que extraordinario, en que después de cenar salimos a ver como la luna se daba paso entre las nubes, rompiendo con su claridad la oscuridad profunda dando unos tonos y toques especiales a todo lo que nos rodeaba. A su vez, como por encanto, toda la bóveda celeste empezó a brillar con numerosas luciérnagas, que así eran, como ella llamaba a las estrellas que venían de compañeras de la luna. Recuerdo su escalofrío y también recuerdo mi abrazo y el beso que dejé en sus labios y que fue correspondido mientras veía en sus ojos el reflejo de esa luna, empañado por unas lágrimas nacientes. En aquel momento, que nunca olvidaré, también saqué mi pañuelo para secar sus lágrimas y después besar sus pupilas.
Hubo un momento importante que no puedo dejar pasar por alto y fue cuando murió mi padre. En aquellos instantes, y como por arte de magia también ese pañuelo estuvo cerca y me acompañó. Tuvo que ser esa prenda la que ahogara aquellas lágrimas que pugnaban por salir para tratar de mostrar una valentía ante el ser amado que nos había dejado, y ofrecer la visión de una persona curtida que se ofreciera ante mi familia demostrando un valor, del que carecía, en aquellos momentos, pero a la vez que fuera la referencia para decirles que la vida no acababa allí, que todo era parte de la misma y que a pesar del dolor, la desgracia y las vicisitudes había que seguir caminando, haciendo que el tiempo curara pronto ese suceso y transformara aquellos minutos interminables en un hogar normal, como había sido hasta entonces.
Luego pasó el tiempo, pero el pañuelo estuvo siempre cerca, me acompañó a mil sitios, como los otros que guardo, pero tuvo que ser éste, precisamente, el que estuviera aquel día en que ella me dijo aquellas cosas y en las que me recordó la gran miseria que yo, como persona, guardaba en el alma. Cuando la oí decirme aquello, cuando después vi su silencio, su presunta falta de atención, su ausencia, supe que la había perdido, que me había quedado sólo por culpa de mí mismo y de un egoísmo desmesurado. Entonces se abrió mi alma y entendí muchas cosas. Me di cuenta de que la verdad, aunque es una, se puede ver de muchas formas y también se puede llegar a ella por diferentes caminos. Entonces, cuando ya era tarde, vi perfectamente que los dos caminábamos en busca de esa verdad, aunque por diferentes sendas, pero que al final, las mismas eran convergentes. Sin embargo era tarde ya.
Había amado, me habían amado y en virtud de un estúpido egoísmo había dejado marchar a la persona amada sin siquiera escucharla ni decirla a mi vez todo lo que debía haber compartido con ella. Y perdí su voz, se marchó su sonrisa, me abandonó su presencia y unas lágrimas, esta vez sí fueron mías, asomaron a mis ojos y tuvo que ser éste, precisamente el pañuelo ahora perdido, el que estuviera allí para enjugar las mismas y tratar de contener la fontana de sentimientos que brotaban de mi alma.
Y ahora, ayer, en un descuido, sin darme cuenta, se olvidó aquel pañuelo sobre una roca en la orilla del río. Allí queda con él una parte de mi vida, pues fue testigo silencioso de muchos momentos mágicos y extraordinarios y de otros no tan alegres, dolorosos y crueles, pero que forman parte de la condición humana de cada persona. Ahora tendré que sustituir aquel pañuelo ya perdido por otro que sirva de referencia y marque un norte en mis recuerdos y mis sueños.
A esa prenda ayer perdida, mi pañuelo, hoy le dedico estas líneas con mi recuerdo imborrable, con un suspiro y un beso que le mando, para que duerma y guarde celosamente mis sueños.
Rafael Sánchez Ortega ©
14/06/05
2 comentarios:
un bàlsamo al alma..on tus letras.
besos
blue
que belleza de construcción literaria!
de pie! aplausos!!!!!!!
le felicito!
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eleva a un sitial especial se devana el alma ante tal narar.....
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le invito a visitar mis blogs
www.cuerposanoalmacalma.blogspot.com
www.lasrecetsdelaabuelamatilde.blogspot.com
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le saludo y dejo mi paz
mary carmen
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