sábado, septiembre 13, 2008

CARTA A PAPÁ...






Querido papá... ¿Sabes?, aún no me acostumbro a llamarte de esta forma y creo que es la primera vez que empleo la palabra papá. Desde pequeño me enseñaron a llamarte como padre y así empleé tu nombre, tantas veces, al referirme a tu persona.

"Tu padre va a salir a la mar", decía tu esposa y mi madre, "tu padre tiene que dormir ahora", "ve a buscar a tu padre y si le ves con los amigos dile que venga, que tiene que picar la leña"... Sí, esa palabra, "Tu padre..." quedó grabada a fuego en mi alma desde niño y así te llamé siempre.

Hoy te escribo, papá, cuando ya no estás a mi lado, cuando hace mucho tiempo que te has ido. Sé que es tarde ya, pero tengo una deuda contigo. Una deuda que el tiempo no puede cerrar y esa deuda es la de no haber confiado en ti, en haberte visto siempre como una persona ausente y carente de sensibilidad y lo que es más importante, sin espejo donde poder mirarme para poder ser yo mismo, en esa búsqueda del norte de mi vida.

Sé que las cosas no fueron fáciles, que trabajaste tú sólo en la familia, de día y de noche para forjar un hogar. Ese hogar compuesto de tu esposa, su hermano y tres niños nacidos en un periodo de quince años. Y en esa familia que tú aceptaste, y a la que llegaste con la carga adicional de mi abuela, enferma y debilitada por los años, entregaste toda tu persona, sin una palabra más alta que otra, sin un gesto de contrariedad y si le hubo yo nunca le vi.

Y precisamente por ser como fuiste, por llevar esa vida no supe verte en toda su dimensión, con la gran humanidad que había en tu persona.
Crecí en un ambiente de pobreza, con lo justo para llevar a la boca, y esas migajas que llegaban procedían siempre de lo que tú lograbas arrancar a la mar con la pesca y lo que otras veces, en los duros inviernos, conseguías arañar en las bajamares, marchando a la marisma a buscar las almejas y los muergos.

Cuando llegabas con el caldero semi lleno, tus manos manchadas, la ropa empapada por la lluvia y tu cuerpo aterido de frío, yo reparaba en tus uñas sucias y en tu aspecto desaliñado, sin darme cuenta de que tras esa fachada se escondía una persona, la gran persona que un día, años más tarde, pude descubrir.

Aquellos primeros años fueron duros y los recuerdo muy bien. Enfermedades, carencias, colegios, lecturas y aquel estado de situación dura y difícil que a todos nos rodeaba. Y cuando digo a todos me refiero también a las demás familias de mi pueblo, porque la situación era muy parecida en todos los hogares.

Pero había algo que a mi me parecía diferente y era esa continua entrada y salida con las enfermedades que me llegaban a la garganta, aquellos episodios de fiebres altas donde el dolor y el delirio se juntaban creando ya, en aquellos primeros años, mil fantasías en mi mente. Luego estaban las carencias, aquellas en forma de ropa y calzado, que muchas veces suplíamos con las prendas que nos mandaban mis tíos desde la capital procedentes de la familia a la que servían.

A los cuatro años empecé a estudiar en el colegio y cuando acudí a las aulas entré en un mundo diferente, un mundo donde había otros chicos, pero un mundo que en el fondo contenía ese poso de cultura al que yo no era ajeno, ya que en casa había leído cantidad de libros y cuentos, formando en mi cabeza la base perfecta para una correcta formación.

Pero no, papá, no es de mi de quien tengo que hablar en esta noche. Hoy, que quiero agradecerte tantas cosas, quiero decirte lo que nunca te he dicho hasta ahora. También quiero hacerte ver una cosa que en aquellos años me sorprendió y nunca he sabido digerir. Se trataba del trato que veía que los papás daban a mis compañeros. Recuerdo que sus mamás llevaban a muchos de ellos al Colegio, que les dejaban allí con un beso y que luego, algunas veces, volvían a recogerles y repetían aquel gesto.

¿Sabes?... Siempre eché en falta ese detalle, esa prueba de afecto, ese abrazo, esa mano en el hombro que me dijera "adelante", "no tengas miedo", porque en verdad no hubo ese detalle, ni tampoco ese beso.

No, papá, no recuerdo un beso tuyo en mi cara, ni tampoco un abrazo, aunque tampoco recuerdo, salvo una vez, que me pegaras por alguna culpa cometida. Y aquella vez, creo que sin atender a mis razonamientos, me pegaste sin tener culpa alguna, pues yo no había tirado ninguna piedra, ni estaba jugando en aquel lugar, pero ante la denuncia de aquella familia, llegaste a casa y me pegaste por primera y única vez en la vida.

Años más tarde entré a trabajar, y aunque vivíamos bajo el mismo techo, yo seguí mi camino en la vida. Seguí fijando la mirada en el espejo que ofrecía la imagen borrosa de mi tío e ignorando la sombra de tu figura paterna, que quizás sin decir nada, sin hacer más que lo necesario, estaba aportando lo más importante a mi vida, como era el darme la libertad para ser yo mismo, y para decidir el camino a seguir.

Y así lo hice, y recuerdo muy bien aquella tarde, cuando en casa, con la primera novia que tuve, viniste hacia mi cuarto. Estábamos entretenidos en el descubrimiento de nuestros cuerpos, en aquella tarde de verano y tú pronunciaste mi nombre. Sentí tus pasos en el pasillo que venían hacia la habitación. Ambos nos asustamos y sentí miedo. Pero tú, quizás, por un sexto sentido que nunca me confesaste, volviste sobre tus pasos diciendo que te marchabas, que salías a pasear y nos dejaste sin preguntar nada.

Pasó el tiempo y desapareció mi tío de nuestro hogar para formar su propia familia. Nos quedamos solos, mamá, mis hermanos, tú y yo. Y cuando parecía que todo nos iba a sonreír, ya que yo trabajaba y tú tenías tu propia embarcación de pesca, apareció la enfermedad en tu vida. Pero esta vez venía a instalarse en tu persona en forma de aquella diabetes traidora, que con el tiempo te llevaría de nuestro lado.

Y entonces, papá, allí empecé a saber quien eras de verdad. Quizás por padecer aquella enfermedad, tuviste que dejar de trabajar, someterte a los controles de orina diarios, a vigilar las comidas con sus pesos exactos.

Recuerdo tu estado físico, la sed, la orina, las manchas en los pantalones. Recuerdo la gran humanidad que descubrí en tu persona y que hasta ese momento había pasado totalmente desapercibida para mí.

Descubrí, que la figura del espejo que andaba buscando para ver su reflejo y seguirla, no estaba en ninguna estrella, y que esa figura era la tuya, y que siempre habías estado allí, sin darme cuenta. Quizás me velaste en las noches en que estuve enfermo y delirando, para luego levantarte y salir a la mar. Quizás estuviste guiando mi mano con la pluma para dibujar los primeros rasgos en la libreta, quizás fuiste tú quien alimentó la pasión por la lectura enseñándome el significado de aquellas figuras con las letras que tenían debajo, dando así los primeros pasos, en ese mundo apasionado.

Y también pude ver la figura humana, aquella que no vi de pequeño, la que tenía la habilidad en sus manos para construir el tillo de un piso y forrar las viejas maderas. Te vi tantas cosas, papá, que descubrí a otra persona y también me descubrí a mí mismo con lo injusto que había sido al juzgarte.

Descubrí la figura pequeña, pero de alma grande, que también tenía sueños. Sueños de tener un día su propia empresa en aquel barco, con los socios que luego, a tu muerte, te negaron todos los derechos. Sueños de escribir tu propio diario, tu novela y quizás dar los primeros pasos en los viejos poemas de tu tío, aquel que llamábamos cariñosamente "Roetejas" y que tú acudiste a su lado, cuando estaba enfermo, y el que te dejó antes de morir, por toda herencia, aquellos viejos papeles, que eran facturas de la luz donde, en su reverso, él escribía sus versos.

Sueños también, de tener tu propia casa, tu hogar, aquellas cuatro paredes que viste solamente en estructura, pero que nunca pudiste pisar, debido a tu fallecimiento.

Y también estoy seguro, papá, de que muchos sueños más quedaron en tu alma sin que yo pudiera llegar a ellos. Y no llegué porque un día, sin avisar, la mano traidora de la muerte vino a estrangular tu vida en aquella larga agonía que no olvidaré. Y no la puedo olvidar, porque aunque sabíamos de tu delicada salud, una tarde subimos a ver aquella casita que pretendíamos comprar y que estaba en obras. Yo sé que te emocionaste ante aquella posibilidad que ya casi podías tocar.

Sin embargo al día siguiente, el Destino llamó a tu puerta y entraste en aquellas horas interminables.

Allí te amé como nunca he amado a nadie, y me dediqué en una lucha frenética a impedir que la muerte te llevara de mi lado. Busqué la palabra impasible del médico que me diera una esperanza, las botellas de suero en la farmacia en horas intempestivas, sequé tu sudor y te di de beber, estuve a tu lado mirando como se iba apagando tu mirada, tuve en mis manos las tuyas y hasta recogí aquella petición y aquel ruego de que llamara a mamá, ya que querías decirla algo.

Y lloré, papá, lloré grandemente al no entender que ella no quisiera acudir a tu lado, quizás para que no la vieras llorar ó por algún otro motivo que nunca me dijo. Y seguí tomando tus manos que se aferraban fuertemente a mis dedos, como si no quisieras marchar. Y te vi partir como una llama que se apaga sin decirte lo mucho que te amaba y el cambio tan grande que estabas operando en mi corazón.

Porque así fue, papá, tu vida y tu manera de ser cambiaron la mía y te amé con una visión diferente. Dándome cuenta, desde entonces, del corazón tan grande que había en tu persona y de lo desapercibido que habías pasado por la vida, cuando tenías tanto de qué orgullecerte, pudiendo incluso hacer ostentación de ello, pero tu manera de ser, era así, tratar de pasar inadvertido y de esa manera te recuerdo.

Y marchaste, papá, te fuiste sin que pudiera decirte que te amaba y te quería, con ese amor grande que recibí de ti, sin darme cuenta y que se metió en lo más profundo de mi corazón. Y te fuiste con aquella sonrisa que recuerdo de tus últimos días, con aquella mirada soñadora que buscaba más allá de las nubes, quizás un mundo nuevo. Marchaste de imprevisto y no me dejaste siquiera escribirte unas líneas, decirte al oído lo mucho que te quería y rogaba me perdonaras por la falta de atención y quizás por mi egoísmo, en los primeros años, cuando como niño yo debía ser el centro de todo, sin darme cuenta de que tú te estabas sacrificando y entregando tu vida a la noble causa de hacer posible que un hogar subsistiera y que una familia creciera entre la miseria que la rodeaba.

Y ahora lo hago, papá. Sé que es tarde, que tus oídos no pueden recoger estas líneas que me hubiera gustado decirte de palabra, pero sé que donde te encuentres, leerás las mismas; quizás lo estés haciendo ya sobre mis hombros, y ellas te digan todo lo que ahora se ahoga en mis palabras.

Si lo estás haciendo no dirás nada, papá, porque sé muy bien como eres. Solo apretarás mis hombros suavemente y luego te retirarás en silencio, para que la acabe, para que te la mande y para recibir en silencio esta carta, que estoy seguro leerás una y mil veces.

Sé que estoy en deuda contigo, y que esa deuda no puede ser pagada con estas simples letras, papá. Pero debes saber que estás conmigo, que vienes a todas partes, como ese espejo donde me miro, donde busco el reflejo de mi alma y donde trato de encontrar tu proyección y figura, porque así es de justicia, aunque nunca tuve ni el valor ni la oportunidad de poder decírtelo de palabra.

Un beso con todo mi cariño en esta noche, de tu hijo que te ama y no te olvida,

Rafael Sánchez Ortega ©
06/07/06

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