Hace tiempo, mucho ya, vivía en un pueblecito de mi tierra, un viejo marino curtido por el sol y por los vientos del mar. Todos los días se acercaba al puerto para ver como los marineros más jóvenes reparaban las barcas, remendaban las velas, cosían las artes de pesca, preparaban los aparejos y las cañas para salir a pescar los peces a la mar.
Un día, mientras miraba todo aquello, recordó en su corazón el dolor de momentos ya pasados en su vida, aquellos en los cuales luchó contra las aguas del mar tratando de llevar la nave a puerto en medio de los temporales, soportando la lluvia y el frío para tratar de vender las piezas pescadas y poder así con, con el dinero que le daban, mitigar un poco el hambre y las penurias.
Recordaba aquellos tiempos con nostalgia. Tiempos duros, de lucha diaria, que bien podían ahora calificarse, a tiempo pasado, como un periodo en que el Destino le puso a prueba para juzgar en su valor exacto lo que la vida tenía de importante y lo que en ella era prioritario para la supervivencia.
Algo rozó sus dedos, miró hacia ellos y vio que una manecita pequeña rozaba su mano grande y ruda agarrándose fuertemente a ella. Bajó sus ojos hasta esa mano y su mirada siguió hasta posarse en la figura de una niña, que con el pelo dorado recogido en una coleta y con sus ojos azules le miraban fijamente.
-Hola niña, ¿qué haces?
-Nada abuelo, miraba el mar y el cielo.
-Pero deberías estar en la escuela y no aquí.
-Sí, pero aún es pronto. Te he visto y he querido venir a estar contigo un ratito, ¿puedo?
-¡Claro mi niña, cómo no vas a poder!
-¿Puedo preguntarte algo, abuelo?
-Dime, cielo.
-¿Cómo es el cielo, tu crees que existe?
-¿Que si existe el cielo y cómo es?
-Sí, abuelo, ya sé que existe, pero me gustaría saber cómo es.
-¿Porqué preguntas eso, mi niña?
-Porque tú eres mayor, has visto muchas cosas, recorrido los mares, en fin, sabes más que yo.
-No sé que decirte.
-¿Entonces no sabes si existe?
-No, no es eso. Quiero decir que no sé cómo explicártelo.
-No importa, dímelo como tú creas, como lo sientas y con tus palabras que yo lo entenderé.
-Mira pequeña, hace tiempo, un día estaba en el mar a borde de mi velero, ya sabes esa barca de remos en la que alguna vez te he llevado a pescar no hace mucho tiempo, hacía frío, y en casa tu abuela esperaba que llegara de pescar con ansiedad, pues tu mamá era pequeña y necesitábamos de esos peces para poder comer y vender el resto para sacar dinero con que comprar otras comidas y ropas. El mar embravecido apenas me dejaba maniobrar la barca mientras trataba que mi aparejo capturase algún pez. De pronto sentí que el sedal se tensaba y que tiraba de mi dedo hacia el mar. ¡Había logrado pescar! Fui recogiendo poco a poco, hasta que vi a un pez aproximarse aleteando sujeto al anzuelo y peleando por seguir en las aguas. Lo subí a bordo, y lo sujeté para quitarle el anzuelo de su boca. Entonces pasó algo que nunca olvidaré.
-¿Qué pasó abuelo?
-No sé si ya es un sueño, hace tanto tiempo... Pero recuerdo que miré al pez, tenía unos ojos de colores plateados que hacían juego con sus escamas, con sus aletas y con toda su figura. Como te digo no sé si fue un sueño, pero recuerdo que miré a los ojos a ese pez que te digo mientras él a su vez me miraba fijamente, sin parpadear, pues los peces no parpadean, y entonces una voz salió de su boca.
-"Por favor"...
Me quedé sorprendido, pues los peces no hablan, creía que todo era fruto de mi cabeza, pero nuevamente volví a oír:
-"Por favor, devuélveme al mar".
Entonces yo miré profundamente al pez y le dije:
-¿Por qué tengo que devolverte al mar si te necesito para que mi familia pueda comer hoy?
El pez me respondió:
-"También a mí me necesitan; me necesitan mis crías que vagan por los fondos del mar, esperando que yo les lleve comida para alimentarles, y me necesitan también a mí para cuidarlas pues son pequeñas aún".
-¿Qué hiciste, tú abuelo?
-No sabía que hacer. Miré al cielo, le pregunté y me pregunté ¿qué debería hacer?, yo tenía mi familia, tu abuela tu mamá... Pero ese pez que tenía entre las manos me decía que tenía a sus crías esperándole... El cielo, nublado hasta entonces, abrió de pronto sus cortinas de nubes plomizas, y entre las mismas empezó a salir un rayo de sol tenuemente, que poco a poco empezó a transformar el color oscuro del mar por ese otro tan bello de color azul que tú ya conoces. Miré al cielo, volví a mirar al pez, y tras acariciar sus escamas y ver su boca y sus ojos embrujadores, le posé en el agua, mientras le decía:
-"Anda, ve con tus crías, ya pescaré otros peces".
-¿Le soltaste abuelo?
-Sí, mi niña, lo dejé marchar para que fuera a llevar a sus crías el alimento que como yo buscaba y que aquellos pececillos, en el fondo, esperaban ansiosamente.
-¿Qué pasó con el cielo, abuelo?
-¿El cielo?, bueno... El cielo como te decía abrió su color azul, salió el sol y permitió que poco a poco el mar recobrara la tranquilidad y las olas no fueran tan fuertes. Cuando regresaba a puerto, ya sin la esperanza de llevar nada a casa, una bandada de peces me rodeó, eran julianas, doradas, cabras y todas esas especies que habrás visto muchas veces en el muelle. Dejé de remar y volví a echar los aparejos al mar, pescando tal cantidad de peces que pude llenar la cesta, pudiendo regresar al muelle con una sonrisa en la boca y hasta con una canción en mi pecho, pues pensé que el cielo, quizás, me había premiado por algo tan sencillo como dar libertad a un pececillo que como yo buscaba el sustento para llevar a su familia.
-¿Entonces?...
-Sí, mi niña, dime.
-Nada abuelo, ya es tarde y tengo que correr para llegar a la escuela. Otro día volveré a tu lado para seguir mirando las barcas y que me sigas contando otras bellas historias del mar.
-Adiós, mi niña, ten cuidado.
Y el hombre rudo, el marinero curtido en mil batallas con el mar, vio partir a la niña de vestido blanco, con su pelo dorado y su coleta, mientras recordaba sus ojos azules que le traían el reflejo de otros ojos, aquellos con los que había pasado esos días ya lejanos de su vida, pero que fueron una realidad y no un sueño, y allí estaba la prueba, en esa niña que como una foto llena de vida le recordaba a su esposa que le estaba esperando, allá arriba, en el cielo azul, y con quien hablaba todos los días cuando se acercaba hasta el puerto mientras la susurraba aquella vieja canción...
"...A tu lado marcharé remando por verdes mares, a tu lado acudiré a llevarte mis cantares..."
Rafael Sánchez Ortega ©
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