Cuando el silencio es profundo, la respiración acompasada, el pulso firme y rítmico y el alma siente intensamente se puede decir que la persona que así vive, está sumida en el más dulce y profundo de los sueños.
Y ciertamente es así, porque ¿cómo se puede definir tanta paz interior, tanta belleza como desfila intermitentemente por la pupila y ese caldo de cultivo que hace rebosar incesantemente los bordes del corazón enamorado de la vida, de las gentes, de la naturaleza y por supuesto del amor, hasta llenar de recuerdos el alma?
Sí, y lo más grande de todo es que esos recuerdos perdurarán a través del tiempo, a pesar de las penas y dificultades de la vida. Estarán más allá de la vida de la propia persona y serán su válvula de escape cuando lleguen los momentos difíciles en esos días que toda persona tiene, cuando su referente y el faro que buscan se vea confuso y acaso se aleje.
Será entonces cuando busquen en su zurrón los recuerdos maravillosos de esos días pasados. Esas mañanas de color azul oscuro, cuando el sol nacía y despertaba sobre los campos verdes y los montes plagados de pinos. Seguirán recordando aquel otro color azul claro del mediodía, cuando el sol calentaba la tierra llevando a la misma la caricia tierna del amante que con sus rayos arrullaba a unas criaturas que buscaban la sombra y el descanso bajo la copa de los árboles del monte.
Y también, en esos momentos, se echará mano a esos instantes fugaces de los atardeceres inolvidables, aquellos en los que el sol rompía el azul de la tarde para cubrir la bóveda celeste con un manto color violeta, antes de retirarse en el horizonte para dejar paso al color azul oscuro y negro de la noche, donde solamente rompía su negrura el brillo parpadeante y fugaz de las estrellas nacientes.
¿Y cómo olvidar el brillo de estos astros, en forma de soles diminutos a los que llamamos estrellas, cuando en la noche nos envuelven con su canto nocturno? ¿Es que acaso no sabemos que las estrellas hablan y cantan en la noche para todos nosotros?
Pues bien, hubo una vez un poeta que pudo ver todo esto, que gozó de ese espectáculo maravilloso, que se fundió con el azul de ese cielo desde el amanecer hasta el anochecer un día y otro y así durante un tiempo que parecía eterno e interminable y del que no deseaba regresar.
Un día bajando de esas montañas, en una tarde calurosa, buscó en un río cercano un pozo donde poder bañarse y dar a su cuerpo el frescor que el mismo reclamaba y necesitaba. Y así recordaba ahora aquella tarde, en la que robó un tiempo precioso a las truchas que estaban en aquel estanque para nadar en sus aguas, las mismas que daban paso a los salmones que subían por ellas, río arriba, en esa lucha frenética por la vida y supervivencia de la especie.
Una noche aquel poeta despertó. Sin darse cuenta sus pasos lo condujeron hacia afuera y le trasladaron a las puertas del refugio donde se quedaba. Salió a la calle y en la noche vio a los ángeles hablarle, porque efectivamente cada estrella que iluminaba el cielo con su brillo parpadeante le estaba hablando y le decían mil cosas a la vez. Y esas cosas, esas palabras no venían de las estrellas, sino de los ángeles, que ocultaban cada una detrás de su luz parpadeante.
Y nuestro hombre, ese poeta soñador, dejó de soñar para sentir la realidad, para notar el escalofrío que recorre el cuerpo al percibir el sonido de las estrellas cuando te hablan, cuando te susurran quedamente tantas cosas, cuando te dicen que las sigas y que marches con ellas a sus reinos.
Y aquel hombre, nuestro poeta, paró el reloj del tiempo para dejar de soñar. Y lo hizo así precisamente para vivir intensamente aquel momento, para dejar su cuerpo impregnado con el estremecimiento que aún recorría su cuerpo por todo aquello que estaba presenciando y para que su alma quedara sellada con tantas sensaciones de dulzura y amor, que nunca nadie, ni las personas, ni el destino ni aún la vida misma pudiera arrancarlas de su corazón.
Se dio cuenta de que aquel recuerdo vivido y sentido tenía que ser como una raíz fuerte y firme que hiciera crecer el lazo inolvidable que le recordara que su Destino y su Vida estaban cosidos a ese momento sublime, aquel donde se había encontrado con ese cielo y esas estrellas, aquel en que había dejado de soñar para vivir profundamente.
Y pasó el tiempo, ese enemigo cruel que poco a poco nos invade y nos acosa. Nuestro hombre, el poeta y soñador, aquel que durante unos días dejó de soñar para vivir solamente, volvió de nuevo a la vida, volvió así a la realidad regresando con ello a sus sueños.
Una tarde, como esta, buscó el embrujo de la música, miró por la ventana observando un cielo azul claro y con nubes, paseó la mirada por su entorno contemplando libros que esperan ser leídos, cuadernos en blanco que piden ser escritos, y entonces con un suspiro salido de su alma volvió a tomar el reloj del tiempo, aquel que mide los segundos de la vida, le dio cuerda y le puso en movimiento.
Y así nuestro hombre, aquel poeta, dejó de vivir para volver a soñar eternamente. Ahora podría enfrentarse primero al otoño dorado que llegaba con toda su carga de misterios y nostalgias y luego, más adelante para abrir las puertas al padre invierno; a ese invierno blanco, que como todos los años llamaría a su puerta y vendría hasta su hogar para contarle mil secretos.
De esta manera el escritor, el poeta, compartiría sus viajes y vivencias, aunque fuera solo en sueños con el otoño ya cercano, y soñarían ambos con perderse por los montes mientras se fundían en un abrazo interminable con las hojas caídas de las hayas y los robles que venían dulcemente a tejer la alfombra dorada de los mil caminos interminables en busca del padre invierno, que dentro de unas semanas llegaría para cubrir las sendas y caminos, tapando de nieve aquella alfombra y para hacer mas blanco y puro el mundo de los sueños.
Por eso el reloj de la vida recobró su tic-tac nuevamente, avanzando sus manecillas como siempre, mientras el hombre, el poeta, volvía a soñar profundamente, con su mundo, con sus gentes, con sus sueños retenidos y guardados, celosamente para siempre.
Rafael Sánchez Ortega ©
Y ciertamente es así, porque ¿cómo se puede definir tanta paz interior, tanta belleza como desfila intermitentemente por la pupila y ese caldo de cultivo que hace rebosar incesantemente los bordes del corazón enamorado de la vida, de las gentes, de la naturaleza y por supuesto del amor, hasta llenar de recuerdos el alma?
Sí, y lo más grande de todo es que esos recuerdos perdurarán a través del tiempo, a pesar de las penas y dificultades de la vida. Estarán más allá de la vida de la propia persona y serán su válvula de escape cuando lleguen los momentos difíciles en esos días que toda persona tiene, cuando su referente y el faro que buscan se vea confuso y acaso se aleje.
Será entonces cuando busquen en su zurrón los recuerdos maravillosos de esos días pasados. Esas mañanas de color azul oscuro, cuando el sol nacía y despertaba sobre los campos verdes y los montes plagados de pinos. Seguirán recordando aquel otro color azul claro del mediodía, cuando el sol calentaba la tierra llevando a la misma la caricia tierna del amante que con sus rayos arrullaba a unas criaturas que buscaban la sombra y el descanso bajo la copa de los árboles del monte.
Y también, en esos momentos, se echará mano a esos instantes fugaces de los atardeceres inolvidables, aquellos en los que el sol rompía el azul de la tarde para cubrir la bóveda celeste con un manto color violeta, antes de retirarse en el horizonte para dejar paso al color azul oscuro y negro de la noche, donde solamente rompía su negrura el brillo parpadeante y fugaz de las estrellas nacientes.
¿Y cómo olvidar el brillo de estos astros, en forma de soles diminutos a los que llamamos estrellas, cuando en la noche nos envuelven con su canto nocturno? ¿Es que acaso no sabemos que las estrellas hablan y cantan en la noche para todos nosotros?
Pues bien, hubo una vez un poeta que pudo ver todo esto, que gozó de ese espectáculo maravilloso, que se fundió con el azul de ese cielo desde el amanecer hasta el anochecer un día y otro y así durante un tiempo que parecía eterno e interminable y del que no deseaba regresar.
Un día bajando de esas montañas, en una tarde calurosa, buscó en un río cercano un pozo donde poder bañarse y dar a su cuerpo el frescor que el mismo reclamaba y necesitaba. Y así recordaba ahora aquella tarde, en la que robó un tiempo precioso a las truchas que estaban en aquel estanque para nadar en sus aguas, las mismas que daban paso a los salmones que subían por ellas, río arriba, en esa lucha frenética por la vida y supervivencia de la especie.
Una noche aquel poeta despertó. Sin darse cuenta sus pasos lo condujeron hacia afuera y le trasladaron a las puertas del refugio donde se quedaba. Salió a la calle y en la noche vio a los ángeles hablarle, porque efectivamente cada estrella que iluminaba el cielo con su brillo parpadeante le estaba hablando y le decían mil cosas a la vez. Y esas cosas, esas palabras no venían de las estrellas, sino de los ángeles, que ocultaban cada una detrás de su luz parpadeante.
Y nuestro hombre, ese poeta soñador, dejó de soñar para sentir la realidad, para notar el escalofrío que recorre el cuerpo al percibir el sonido de las estrellas cuando te hablan, cuando te susurran quedamente tantas cosas, cuando te dicen que las sigas y que marches con ellas a sus reinos.
Y aquel hombre, nuestro poeta, paró el reloj del tiempo para dejar de soñar. Y lo hizo así precisamente para vivir intensamente aquel momento, para dejar su cuerpo impregnado con el estremecimiento que aún recorría su cuerpo por todo aquello que estaba presenciando y para que su alma quedara sellada con tantas sensaciones de dulzura y amor, que nunca nadie, ni las personas, ni el destino ni aún la vida misma pudiera arrancarlas de su corazón.
Se dio cuenta de que aquel recuerdo vivido y sentido tenía que ser como una raíz fuerte y firme que hiciera crecer el lazo inolvidable que le recordara que su Destino y su Vida estaban cosidos a ese momento sublime, aquel donde se había encontrado con ese cielo y esas estrellas, aquel en que había dejado de soñar para vivir profundamente.
Y pasó el tiempo, ese enemigo cruel que poco a poco nos invade y nos acosa. Nuestro hombre, el poeta y soñador, aquel que durante unos días dejó de soñar para vivir solamente, volvió de nuevo a la vida, volvió así a la realidad regresando con ello a sus sueños.
Una tarde, como esta, buscó el embrujo de la música, miró por la ventana observando un cielo azul claro y con nubes, paseó la mirada por su entorno contemplando libros que esperan ser leídos, cuadernos en blanco que piden ser escritos, y entonces con un suspiro salido de su alma volvió a tomar el reloj del tiempo, aquel que mide los segundos de la vida, le dio cuerda y le puso en movimiento.
Y así nuestro hombre, aquel poeta, dejó de vivir para volver a soñar eternamente. Ahora podría enfrentarse primero al otoño dorado que llegaba con toda su carga de misterios y nostalgias y luego, más adelante para abrir las puertas al padre invierno; a ese invierno blanco, que como todos los años llamaría a su puerta y vendría hasta su hogar para contarle mil secretos.
De esta manera el escritor, el poeta, compartiría sus viajes y vivencias, aunque fuera solo en sueños con el otoño ya cercano, y soñarían ambos con perderse por los montes mientras se fundían en un abrazo interminable con las hojas caídas de las hayas y los robles que venían dulcemente a tejer la alfombra dorada de los mil caminos interminables en busca del padre invierno, que dentro de unas semanas llegaría para cubrir las sendas y caminos, tapando de nieve aquella alfombra y para hacer mas blanco y puro el mundo de los sueños.
Por eso el reloj de la vida recobró su tic-tac nuevamente, avanzando sus manecillas como siempre, mientras el hombre, el poeta, volvía a soñar profundamente, con su mundo, con sus gentes, con sus sueños retenidos y guardados, celosamente para siempre.
Rafael Sánchez Ortega ©
Sept..2005
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