miércoles, septiembre 10, 2008

EL DIA DE LAS FLORES



Era el día de las flores y allí estaba, con su ramo de rosas, recordando. Se había desplazado hasta el acantilado del faro y apoyado en la baranda contemplaba las olas
que llegaban a morir en las rocas de la costa.

Hacía varios meses, que una mañana de invierno, se había marchado de su lado para siempre, sin quejarse, sin pronunciar una palabra, sólo dejó sus manos aferradas fuertemente a las suyas y con una mirada en su pupila que buscaba la suya, y que se iba apagando tenuemente, partió hacia el viaje sin retorno.

En realidad su marcha y ausencia fue como la luz del día engullida por la noche, y la alegría que reinaba por doquier, cuando ella estaba a su lado, esa música que surgía de las palabras sin sonidos salidas de su boca que tantas cosas le decían con un simple gesto o la arruga de sus cejas y la mirada armoniosa que escapaba del arpa de su alma, a través de sus ojos, se habían marchado para siempre, dejando un vacío difícil de cubrir.

Había pasado mucho tiempo y no podía olvidar su figura delicada y menuda, sus ojos tiernos y llenos de vida, con aquella chispa que inspiraba confianza, ternura y amor. Ni tampoco podía olvidar tantos
momentos pasados juntos y compartiendo las pequeñas cosas de la vida, en su refugio y hogar.

Aún recordaba aquella tarde en que llegó a casa del trabajo y se encontró con su cara radiante de alegría, el abrazo recibido y las palabras susurradas diciéndole que el médico la había comunicado que los análisis demostraban que dentro de su cuerpo se estaba formando una nueva vida, y que esa vida, sería una criatura maravillosa como premio al amor y al esfuerzo que ambos se estaban entregando.

Fueron días eufóricos, en los que juntos trazaron mil planes. Pensaron en el nombre que le pondrían si fuera niño y también buscaron otro ante la posibilidad de que naciera niña. Hablaron sobre los proyectos de los primeros cuidados, de cómo cambiarle de ropa, lavarle, darle de comer, así como de sacarle de paseo, la educación infantil e incluso pensaron en el jardín de infancia donde podrían dejarle para que diera los primeros pasos de su infancia.

Luego todo se complicó poco a poco y ella entró en un proceso de cansancio general achacado en principio a su embarazo. Mas tarde le fue detectada una anemia, y aunque las primeras impresiones médicas apuntaban a ese estado, con el paso de las semanas la alarma cundió y fue preciso someterla a revisiones mas profundas que desembocarían en aquel diagnóstico que una mañana el médico le comunicó, diciéndole que tenía una enfermedad irreversible.

El había sentido las lágrimas correr por sus mejillas y tuvo que ser ella, precisamente, quien viniera a secarlas, besando sus ojos y diciéndole que por favor fuera fuerte en aquellos momentos pues le necesitaba más que a nada en el mundo. Que no quería sus lágrimas y sí su risa. Que deseaba vivir intensamente el tiempo que la quedaba para que el latido infantil que había nacido en su vientre pudiera ver la luz y la vida.

A partir de aquel momento pasaron mas tiempo juntos ya que apenas se separaba de ella para ir solamente al trabajo. Así vivieron, rieron y compartieron aquellos momentos interminables de sus últimas semanas, mientras él tenía que contener sus lágrimas y llorar en silencio, al ver el estado físico en que poco a poco ella se consumía.

Hasta que llegó aquel momento que nunca olvidaría en el que ella se abandonó entre sus brazos con unos ojos sin vida que él cerró con sus dedos y con un beso posterior en los mismos, mientras que otra vida, la surgida de su vientre, llamaba cerca su atención con un llanto prolongado.

Y ahora en este día de las flores pensaba todo esto en un instante. Ella ya no estaba a su lado pero sabía que cerca vigilaba, entre las paredes de la casa; que cuidaba con su espíritu y presencia invisible aquel hogar con el que ambos habían soñado y sobre todo no abandonaba la cabecera de la cuna donde el niño reposaba, como si fuera su ángel de la guarda.

El había venido aquella tarde para entregar una rosa a ese mar que tanto habían amado y con el que tantos sueños habían forjado. Una rosa roja que no era la Rosa de Alejandría sino una rosa tomada de un rosal que florecía con amor en el otoño ya avanzado. Abajo el mar llegaba con sus olas a dejar su blanca espuma y él besó la rosa y la dejó con su recuerdo en aquella orilla.

La orilla que habían paseado juntos de la mano tantas tardes. Aquella orilla con sus noches que nunca olvidaría. Aquella orilla con sus sueños y sus días.

Dejó la rosa allí con un beso de amor y lentamente salió de la capilla para volver, de nuevo, hacia la vida.

Rafael Sánchez Ortega ©
Nov 2005

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