Era noche cerrada, y arriba brillaban las estrellas cuando el mendigo, abandonó la tierra con el hato a cuestas, sus ropas remendadas que le habían acompañado en cientos de viajes y , aquel aspecto humilde que tanto había paseado por el mundo.
Nada tenía, nada poseía, y a la vez ,nada le retenía a esta tierra, donde un día, ya hace años, vino al mundo en el seno de una familia pobre, creció entre compañeros de su misma condición, sin juguetes ni vestidos de gala, recibiendo una alimentación básica y de acuerdo a lo que ganaba su familia, mientras aprendía las cuatro reglas elementales en su casa, de manos de una abuela analfabeta, que con santa paciencia le mostraba los dibujos del libro de texto y entre ellos asociaban las imágenes con lo que éstas querían decir.
Aquel chico aprendió pronto a leer, y también a escribir, consiguiendo que su tiempo libre fuera para ellos, los libros, y también para dejar en sus cuadernos, junto a las primeras letras casadas "papá" y "mamá" un deje particular de lo que más tarde iba a ser el centro de su vida.
Efectivamente, aquella primeriza educación hizo que aquel niño, hoy mendigo, entrara a esa otra vida, la de los sueños y la fantasía de mano de la lectura y más tarde de la escritura. Allí conoció a innumerables héroes, todos de ficción, y éstos descendieron desde las páginas de los libros a su cabeza, consiguiendo que su mundo fuera otro y distinto al de sus compañeros de juegos.
Nunca pudo recordar cuando pasó de la infancia a la juventud ó si ese paso se produjo realmente, aunque sí recordaba aquella tarde en que con un cuaderno en la mano se sentó bajo la sombra de aquel árbol de la vieja Iglesia y mirando al norte, al antiguo páramo donde no hacía muchos años las vides campaban a sus anchas escribió aquellos primeros versos: "Princesa linda princesa y más bella criatura..."
Lo que no podía imaginarse, aquel niño mientras escribía aquellos versos, era que había empezado un camino sin retorno. Un camino hacia la vida por un mundo intrincado y lleno de vericuetos y trampas, donde nada era igual a la imagen que se ofrecía antes sus ojos.
No, aquella cara que le inspiró aquellos versos no era la de ninguna princesa, ni tampoco la sombra alada de la gaviota era la del ser angelical que un día podría llevarle allende los mares a conocer otras tierras y otras gentes.
No, nada sería igual, ya que nuestro niño, aquel que vemos escribir se convertiría de pronto en un mendigo. Un mendigo que comenzaría a partir de ese momento a buscar la esencia de la vida en los libros, a perseguir la aventura añorando conseguir los ideales de sus héroes y también a buscar desesperadamente el amor a través de esas páginas que día a día devoraba.
Y así pasó el tiempo, se hizo hombre ó al menos eso pensó él. Recorrió medio mundo buscando la esencia de la vida para tratar de encontrar la piedra filosofal de la misma. Tampoco consiguió emular a sus héroes, de los libros de aventuras, ni pudo ser el pensador de aquellos otros, ni el viajero errante que conseguía llegar al Polo Norte ó al fondo del mar, ni tampoco encontró el amor en ese camino errante a pesar de las miles de páginas leídas.
Lentamente las hojas del otoño fueron cayendo año tras año y ahora el hombre, nuestro mendigo, aunque quizás seguía siendo un niño, tomaba el camino que llevaba a ese cielo estrellado, con su paso cansino, la mirada ausente, llevando por equipaje las cuatro prendas que envueltas en un viejo paño llevaba colgadas de la punta de un bastón que su mano apoyaba en su hombro.
Y llegó a ese cielo y llamó a la primera puerta de una estrella brillante y prometedora que lanzaba sus rayos invitándole a entrar.
-¿Qué quieres? -le dijo la estrella-.
-Vengo buscando...
-Lo siento -le contestó la estrella, sin dejarle continuar-, yo sólo tengo luz para alumbrar los cielos.
Siguió caminando y encontró otra puerta donde una estrella luminosa exhibía su traje de gala.
-¿Qué buscas? -le preguntó esta estrella-.
-Yo quería...
-Perdona -tampoco ésta estrella le dejó acabar dejándole con las palabras en la boca-, yo sólo estoy aquí para que me vean otros soles, y que admiren lo que llevo.
Confundido el mendigo siguió caminando un poco más y vio una estrella pálida, semidifusa y que se escondía a su paso. No la dio mayor importancia ya que él buscaba una estrella brillante y que llevara dentro toda aquella cargazón que él había imaginado.
-Adiós, amiga -La saludó él al pasar.
-¿Adiós? -le preguntó ella-, ¿de qué me conoces, si nadie me hace caso y la soledad es mi compañía?
-Yo también estoy solo, vengo con mis sueños, y estoy cansado. Buscaba solo un alojamiento para dormir un poco.
-Si quieres puedes pasar -le dijo la estrella pálida-, te acomodaré en un hueco y velaré tu sueño.
-¿Lo dices de veras? -le preguntó el mendigo, mientras un estremecimiento recorría su cuerpo-.
-Sí, puedes quedarte a dormir, y soñar tu sueño.
-Acepto entonces y te doy las gracias por ello.
La pálida estrella le abrió la puerta y el mendigo cruzó el umbral encontrándose en medio de todo aquello que él había perseguido inútilmente durante tanto tiempo por la tierra. Allí estaba la esencia de la vida que tanto había deseado encontrar, sus héroes, rescatados de los libros de aventuras, descansando entre los muebles de la estancia, allí estaba su Princesa con aquel amor romántico escapado de las páginas de Bécquer y Darío, allí estaba la vida, su vida, la que tanto había perseguido en sus sueño y nunca había conseguido alcanzar en la tierra.
Y con todo aquel mundo rodeándole cerró los ojos y se durmió en el primer sofá vacío que encontró. Durmió profundamente soñando que era un hombre y que había llegado a su mundo, aquel mundo añorado y perseguido, donde la vida se transforma en algo sencillo, donde la verdad era el norte, donde no existía la mentira, donde el valor de una mirada valía más que mil palabras y donde una palabra pronunciada por los labios amados era algo sagrado y de incalculable valor.
Y se durmió aquel mendigo en la casa de la estrella pálida. Quedó sumido en un sueño del que no quería volver ya que estaba viviendo todo aquello que desde hacía tiempo, desde que aprendió a leer y escribir había perseguido.
Pero los sueños son sólo sueños, y un día, el niño que llevaba dentro aquel mendigo, volvió a despertar a la vida, dándose cuenta de que todo lo vivido, lo que había creído tener a su alrededor, sus héroes, sus valores e ideales, sus aventuras y también su princesa eran sólo un sueño bonito y hermoso, pero algo pasado al que le había transportado el cariño y el celo de aquella estrella pálida.
Se despidió de ella para volver a la tierra, a seguir con su camino, a volver con sus sueños, a vivir con sus fantasías.
-Adiós estrellita, te agradezco que me hayas concedido descansar y soñar ese sueño.
-Hasta pronto amigo, vuelve a la vida, allí está tu sueño, quizás nunca lo encuentres, pero está allí.
Y nuestro hombre, aquel niño de antaño, hoy mendigo con alma de niño, volvió a la tierra en el nuevo amanecer con sus pobres harapos, andando con su hato a cuestas, sorteando estrellas que se retiraban en la mañana y llevando en su alma ese sueño inmenso que nunca sería capaz de realizar, pero por el que merecía la pena vivir y soñar.
Rafael Sánchez Ortega ©
1 comentario:
Mejor vivir que soñar eternamente, cuando te das cuenta se te ha ido la vida que tenías y la capacidad de cumplir el sueño.
Me ha encantado, saludos ;)
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