viernes, septiembre 12, 2008

EL NIÑO QUE QUERIA SER DE MAYOR


La tarde de invierno invitaba al paseo y sin darse cuenta encaminó sus pasos hacia aquel lugar lleno de embrujo, donde había vivido tantos minutos, que ahora, con el paso del tiempo se acumulaban en su recuerdo de una manera agradable y con ese sabor de la nostalgia.

Hacía tiempo que no disfrutaba de un rato como aquel y ahora, sentado en el banco del paseo, podía disfrutar de toda la belleza que se extendía ante su vista. Ante él se estiraba el mar cantábrico, con las olas levemente rizadas y quizás durmiendo y reponiendo fuerzas para futuras batallas con los elementos y la naturaleza.

En el centro de esa estampa aparecía la imagen caliza de la Isla de Mouro, con su faro altivo en la parte izquierda de la misma, que le daba el toque de un viejo barco encallado en esa imagen disfrutando de la indolencia de esa tarde.

El color azul marino del mar contrastaba con ese otro color azul celeste, un poco más pálido, que moteado de nubes cubría el cielo, como si se tratara de una capa protectora que pretendiera envolver aquel momento para inmortalizarlo.

Cerró los ojos cegado de tanta belleza y se dejó envolver por la música que flotaba en el ambiente y que nadie, salvo él, podía captar. Las olas que rompían en el acantilado cercano, dejaban sonidos y notas rítmicas y sonoras, que unidas al vuelo de las gaviotas cercanas seguían la estela
de los barcos que entraban al puerto.

A su espalda tenía el Palacio de la Magdalena con su fachada singular que tan bien conocía y aquellos rincones, entre los pinares, donde paseó y se sentó tantas veces a escribir y compartir con ella lo que iba saliendo de su alma.

Aún recordaba aquella tarde en que nervioso le mostró los primeros poemas que había escrito para ella. Seguía viendo sus ojos recorrer las cuartillas, aquellos ojos que nunca olvidaría. Ojos pequeños pero preciosos, con un brillo especial en ellos, como si fueran dos pequeñas gemas que estuvieran depositadas en su cara.

Y no podía olvidar el beso que ella depositó en sus labios, mojando suavemente su cara con una lágrima que se escapaba de sus pupilas, mientras le susurraba al oído unas palabras que nunca podría olvidar: "Gracias por estos poemas, son preciosos. Nunca pensé que podría llegar a quererte tanto".

Y ahora, ¡paradojas de la vida!, era él, el que estaba aquí, en La Magdalena, sentado ante el mar y contemplando la Isla de Mouro, mirando este cuadro que tan bien recordaba y dejando en el aire un suspiro mientras recordaba aquellos momentos del pasado.

Un día, hace muchos años, su madre le dijo que qué desearía ser de mayor y él la contestó que cuando fuera mayor le gustaría ser un niño. Su madre se asombró ante esta respuesta y le preguntó si sabía bien lo que decía. El la miró largamente y luego la dijo que sí, que sabía bien lo
que le había contestado y que eso es lo que desearía ser.

Ahora el niño estaba allí, en la tarde, con sus recuerdos a cuestas. Hacía tiempo que el hombre mayor se había despojado de sus ropas, quizás para taparse con el manto o la capa de ese cielo azul celeste que cubría el mar, la Isla de Mouro y el Palacio de la Magdalena.

Seguía con los ojos cerrados mientras el sol se apagaba y los últimos rayos venían a morir en los pinares que tenía a su espalda. Quizás el sueño estaba terminando y debería volver a la realidad. Quizás el niño tendría que volver a caminar de nuevo por aquellos paseos y sendas misteriosas buscando allí, los restos del perfume y la esencia de ella, la persona que faltaba en aquel cuadro.

El suspiro, ahogado en su pecho, le hizo abrir los ojos. Parpadeó levemente para acostumbrarse a la poca luz que llegaba. Llevó su mano al costado izquierdo de su chaqueta y sacó del bolsillo aquella carta que tantas veces había leído en los últimos días.

"Querido Miguel: Llegaré el miércoles para ir a La Magdalena a vivir nuestro sueño. Quiero pasear contigo, quiero que me leas aquel poema, quiero sentir el calor de tus manos, quiero ser tuya entre tus brazos..."

Hoy era miércoles y él estaba allí, soñando, en La Magdalena. A su lado estaba ella, con su cara menuda, los ojos inconfundibles por su brillo y tan cargados de sueños, como los suyos. Su mano entre las suyas, la cabeza apoyada en su pecho y la otra mano buscando el latido de su corazón.

Entonces fue él, el que rompió aquel momento mágico, el que inclinó su cabeza hacia ella y la dijo en un susurro que la amaba. Ella alzó su cara y buscó sus labios. Se besaron intensamente, dejando que la pasión retenida aflorara a sus cuerpos y se entregaran el uno al otro.

Cerca, la sinfonía del mar cantábrico ofrecía los suaves compases de aquel vals que tantas veces habían bailado juntos sobre las olas del mar mientras volaban juntos por el cielo en su nube de cristal.

Rafael Sánchez Ortega ©
03.02.06

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