Aquella tarde gris, de mediados de otoño, invitaba a quedarse en casa ya que la lluvia y el frío hacían que el cuerpo buscara la comodidad del sofá, cerca de la chimenea del salón, que con sus llamas generaba un calor que el cuerpo agradecía, a la vez que la
pereza se apoderaba de todos los sentidos.
Buscó en la biblioteca un libro con el que pasar aquel rato y disfrutar un poco del momento y al poco tiempo estaba sentado en el sofá con un viejo tomo de poesías, cuyas hojas de papel cebolla habían sido leídas y releídas cientos de veces en muchos momentos de su vida.
Con el libro en las manos se quedó mirando las llamas de la chimenea que chisporroteaban, al quemarse los leños, lanzando pequeñas pavesas, que como estrellitas, permanecían solamente una fracción de segundo suspendidas en el aire para luego desvanecerse.
Abrió el libro al azar y de pronto vio el pétalo seco de la rosa señalando un poema leído tantos años atrás. ¡Cuánto tiempo había pasado desde aquel día! Pero seguía recordando aquellos momentos como si el tiempo no hubiera pasado y la vida se hubiera parado, y el lugar y los personajes que encarnaron aquellos instantes siguieran pletóricos de vida, en un pasado ya distante.
Aún recordaba aquel día en que después de esperarla, con el corazón en un puño, caminaron juntos y buscaron aquel rincón en la costa, al abrigo de miradas curiosas. Encontraron un pequeño banco natural en una pradería que les permitió sentarse mientras abajo, a sus pies, las olas llegaban serenamente a romper en las rocas dejando el velo blanco de su espuma suspendido durante unos segundos en el aire, para luego caer en forma de gotas de agua.
Ella sostenía una rosa en su mano, que él la había ofrecido unos minutos antes, llevándola de vez en cuando a sus labios a la vez que aspiraba el perfume de sus pétalos, mientras sentía la mirada que la buscaba a su lado.
El llevaba en sus manos el libro de poemas, el mismo que ahora había tomado de la estantería, ya que lo había conseguido en una librería, mientras paseaban unos minutos antes. ¡No, no había olvidado aquel momento! Ni el instante en que ella le había mirado y le dijo que si la leía algunos poemas.
Y de una forma aleatoria, sin buscar ningún poema determinado, empezó a leer los versos de los diferentes poemas que iban saliendo de entre las páginas del libro mientras aquel momento iba quedando grabado en su mente, uniendo la declamación al fondo musical que producía el rumor del mar al llegar a morir en la costa.
Los minutos fueron pasando lentamente y aún hoy recordaba el cuerpo tendido en la hierba, con los ojos cerrados, que escuchaba en silencio su voz y de vez en cuando dejaba escapar un leve suspiro de su pecho, que hacía juego con el movimiento de las aguas del mar y su respiración acompasada.
Al cabo de un rato, que entonces pareció eterno, ella abrió los ojos, se incorporó a medias y mirándole fijamente a los ojos atrajo su cabeza para besar sus labios.
Fue el primer beso que ella le dio y también el primero que ambos compartieron. Luego unieron sus manos para sentir el calor de sus cuerpos y trasmitirse las mil sensaciones que ambos estaban sintiendo, mientras bebían con la vista la poesía que la vida y la naturaleza les ofrecía ante sus ojos.
El libro de poemas estaba cerrado y sobre él se posaba la rosa, que ambos habían depositado a su lado, como testigos mudos, de aquel momento mágico.
...¡Cuántas cosas pasaron en aquellos minutos! ¡Cuántas palabras se dijeron en silencio mientras sus ojos hablaban sin cesar! ¡Cuántos miedos murieron de repente! ¡Cuántas ilusiones y sueños cobraron vida!...
¿Cuánto tiempo pasaron así, unidos, amándose en aquellos primeros momentos en que, roto el hielo, los sentimientos fluyeron sin cesar, como brota el agua de un dique hacia el río? Entonces les pareció una eternidad y ahora sólo era un recuerdo pasado fugazmente.
Más tarde, cuando el tiempo y la hora les hizo levantarse, ella volvió a tomar la rosa y él su libro de poesía y regresaron caminando de la mano hacia la ciudad. El apoyaba el libro de poemas fuertemente contra su pecho y ella acercaba la rosa a sus labios.
Luego, cuando se despidieron en el portal de su casa, ella tomó un pétalo de aquella rosa y lo metió en el libro de poemas. Le miró a los ojos y le dijo, casi en un susurro, que era para que nunca olvidara aquel día.
Y así era. Ahora tenía el libro de poemas entre sus manos con aquel pétalo que nunca olvidaría, ya que el mismo representaba tantas cosas de su vida y su pasado. Afuera la tarde gris y fría del otoño invitaba a recogerse y buscar el calor del hogar y ¡por qué no! a detenerse en el calor de unos sentimientos y recuerdos.
Había sido la primera persona a la que había amado. La primera chica que besó y por quien fue besado. El primer sentimiento que había despertado en su alma haciéndole sentir un poco más hombre y quizás también más humano. Pero también había sido la persona que hizo despertar su sensibilidad, la que le hizo percibir con más claridad que todo lo que le rodeaba tenía un algo especial y que merecía la pena vivir y extasiarse bebiendo ese cáliz del sentimiento que acababa de nacer.
¡Y ahora volvían, de una manera casual a sus manos, el libro de poemas con el pétalo de aquella rosa y toda la carga de recuerdos y sueños de su primer amor!
Cerró los ojos y apretó el libro contra su pecho, como aquella vez cuando regresaban del paseo, solo que esta vez el pétalo dormía entre sus páginas profundamente, igual que la persona que a su lado, en el sofá descansaba al abrigo de la lumbre, con aquellos suspiros entrecortados que tan bien recordaba desde la primera vez que la conoció y con quien había compartido tantos años haciendo realidad muchos de los sueños nacidos aquel día, en la costa y junto al mar.
Buscó en la biblioteca un libro con el que pasar aquel rato y disfrutar un poco del momento y al poco tiempo estaba sentado en el sofá con un viejo tomo de poesías, cuyas hojas de papel cebolla habían sido leídas y releídas cientos de veces en muchos momentos de su vida.
Con el libro en las manos se quedó mirando las llamas de la chimenea que chisporroteaban, al quemarse los leños, lanzando pequeñas pavesas, que como estrellitas, permanecían solamente una fracción de segundo suspendidas en el aire para luego desvanecerse.
Abrió el libro al azar y de pronto vio el pétalo seco de la rosa señalando un poema leído tantos años atrás. ¡Cuánto tiempo había pasado desde aquel día! Pero seguía recordando aquellos momentos como si el tiempo no hubiera pasado y la vida se hubiera parado, y el lugar y los personajes que encarnaron aquellos instantes siguieran pletóricos de vida, en un pasado ya distante.
Aún recordaba aquel día en que después de esperarla, con el corazón en un puño, caminaron juntos y buscaron aquel rincón en la costa, al abrigo de miradas curiosas. Encontraron un pequeño banco natural en una pradería que les permitió sentarse mientras abajo, a sus pies, las olas llegaban serenamente a romper en las rocas dejando el velo blanco de su espuma suspendido durante unos segundos en el aire, para luego caer en forma de gotas de agua.
Ella sostenía una rosa en su mano, que él la había ofrecido unos minutos antes, llevándola de vez en cuando a sus labios a la vez que aspiraba el perfume de sus pétalos, mientras sentía la mirada que la buscaba a su lado.
El llevaba en sus manos el libro de poemas, el mismo que ahora había tomado de la estantería, ya que lo había conseguido en una librería, mientras paseaban unos minutos antes. ¡No, no había olvidado aquel momento! Ni el instante en que ella le había mirado y le dijo que si la leía algunos poemas.
Y de una forma aleatoria, sin buscar ningún poema determinado, empezó a leer los versos de los diferentes poemas que iban saliendo de entre las páginas del libro mientras aquel momento iba quedando grabado en su mente, uniendo la declamación al fondo musical que producía el rumor del mar al llegar a morir en la costa.
Los minutos fueron pasando lentamente y aún hoy recordaba el cuerpo tendido en la hierba, con los ojos cerrados, que escuchaba en silencio su voz y de vez en cuando dejaba escapar un leve suspiro de su pecho, que hacía juego con el movimiento de las aguas del mar y su respiración acompasada.
Al cabo de un rato, que entonces pareció eterno, ella abrió los ojos, se incorporó a medias y mirándole fijamente a los ojos atrajo su cabeza para besar sus labios.
Fue el primer beso que ella le dio y también el primero que ambos compartieron. Luego unieron sus manos para sentir el calor de sus cuerpos y trasmitirse las mil sensaciones que ambos estaban sintiendo, mientras bebían con la vista la poesía que la vida y la naturaleza les ofrecía ante sus ojos.
El libro de poemas estaba cerrado y sobre él se posaba la rosa, que ambos habían depositado a su lado, como testigos mudos, de aquel momento mágico.
...¡Cuántas cosas pasaron en aquellos minutos! ¡Cuántas palabras se dijeron en silencio mientras sus ojos hablaban sin cesar! ¡Cuántos miedos murieron de repente! ¡Cuántas ilusiones y sueños cobraron vida!...
¿Cuánto tiempo pasaron así, unidos, amándose en aquellos primeros momentos en que, roto el hielo, los sentimientos fluyeron sin cesar, como brota el agua de un dique hacia el río? Entonces les pareció una eternidad y ahora sólo era un recuerdo pasado fugazmente.
Más tarde, cuando el tiempo y la hora les hizo levantarse, ella volvió a tomar la rosa y él su libro de poesía y regresaron caminando de la mano hacia la ciudad. El apoyaba el libro de poemas fuertemente contra su pecho y ella acercaba la rosa a sus labios.
Luego, cuando se despidieron en el portal de su casa, ella tomó un pétalo de aquella rosa y lo metió en el libro de poemas. Le miró a los ojos y le dijo, casi en un susurro, que era para que nunca olvidara aquel día.
Y así era. Ahora tenía el libro de poemas entre sus manos con aquel pétalo que nunca olvidaría, ya que el mismo representaba tantas cosas de su vida y su pasado. Afuera la tarde gris y fría del otoño invitaba a recogerse y buscar el calor del hogar y ¡por qué no! a detenerse en el calor de unos sentimientos y recuerdos.
Había sido la primera persona a la que había amado. La primera chica que besó y por quien fue besado. El primer sentimiento que había despertado en su alma haciéndole sentir un poco más hombre y quizás también más humano. Pero también había sido la persona que hizo despertar su sensibilidad, la que le hizo percibir con más claridad que todo lo que le rodeaba tenía un algo especial y que merecía la pena vivir y extasiarse bebiendo ese cáliz del sentimiento que acababa de nacer.
¡Y ahora volvían, de una manera casual a sus manos, el libro de poemas con el pétalo de aquella rosa y toda la carga de recuerdos y sueños de su primer amor!
Cerró los ojos y apretó el libro contra su pecho, como aquella vez cuando regresaban del paseo, solo que esta vez el pétalo dormía entre sus páginas profundamente, igual que la persona que a su lado, en el sofá descansaba al abrigo de la lumbre, con aquellos suspiros entrecortados que tan bien recordaba desde la primera vez que la conoció y con quien había compartido tantos años haciendo realidad muchos de los sueños nacidos aquel día, en la costa y junto al mar.
Rafael Sánchez Ortega ©
Nov.2005
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