Aquella tarde de domingo, como tantas otras, entraron en la cafetería y pasaron al reservado. El lugar era apacible, con asientos cómodos ante las mesas donde servían las bebidas; había luces tenues en las paredes y una música animaba el ambiente haciendo que algunas parejas que se encontraban en el local salieran a una pequeña pista a bailar.
Buscaron un sitio apartado donde se sentaron; un camarero llegó y le pidieron unas consumiciones en forma de refrescos con un poco de ginebra para él y unas gotas de anís en el de ella. Luego se quedaron en silencio escuchando la música.
El lugar era acogedor y la mezcla formada por las luces, la música, la bebida y la cercanía de sus cuerpos hacían que aquellos momentos de los domingos fueran esperados por ambos como una llave a la esperanza de que los sentimientos nacientes cristalizasen en un futuro más o menos próximo.
Ambos bebieron un sorbo de las copas que contenían los refrescos, con el hielo flotando entre el líquido y la inolvidable guinda roja suspendida de un palillo que tantas tardes habían saboreado, en momentos como aquellos.
Era una tarde como tantas otras y sus manos se unieron en una caricia deseada y querida durante todos los días de la semana y que ahora, por fin, llegaba a sellar ese pacto mutuo de complicidad que les unía en las tinieblas del reservado.
El la invitó a bailar una melodía que estaba sonando y ella aceptó. Rodearon la mesa y salieron a la pista donde dos parejas estaban bailando, ajenos a todo lo que les rodeaba. Buscaron sus manos y sus
cuerpos y ella apoyó la cabeza en su hombro, como si quisiera descansar, mientras se dejaba llevar suavemente con los pasos de él, al compás del sonido envolvente de la música.
Después de un rato volvieron a sus asientos tomados de la mano. Esta vez se sentaron, pero a diferencia de la llegada, ahora ambos buscaron el abrazo y así él tenía su brazo pasado por los hombros de ella atrayéndola hacia su cuerpo, mientras sentía que su cabeza venía a reposar a su cuello, donde sentía la tenue caricia de sus labios.
El tiempo iba pasando y la poca luz que se filtraban de la calle, a través de una pequeña ventana, había desaparecido; solamente reinaban en el reservado las sombras intermitentes que se formaban procedentes de las discretas luces que había en el local y que se proyectaban al quedar su pobre iluminación tapada por algún objeto ó cuerpo de los que se interponían entre las bombillas y el salón.
La tarde, la música, el ambiente y ellos mismos, formaban el clima ideal para que allí surgieran los primeros sueños de la adolescencia y que empezaran a nacer unos sentimientos primerizos al abrigo de tantos recuerdos, que luego a lo largo de los días siguientes, volverían a recordar una y otra vez, deseando que llegara de nuevo el domingo, para volver a encontrarse de nuevo en aquel reservado.
Sin miedo ni pudor sus labios se buscaron y un beso surgió en la penumbra, quizás como tantos otros que estarían surgiendo en las mesas vecinas, pero ellos estaban ausentes de lo que les rodeaba, igual que los demás permanecían indiferentes a lo que ellos hacían.
Entre beso y caricia sus labios dejaban escapar pequeñas palabras; retazos de conversaciones iniciadas al abrigo de la música, con la complicidad de las sombras y con el calor de la persona querida, que permanecía allí, al alcance de sus manos y a la que podían tocar y acariciar sin temor a que esa imagen se desvaneciera como un sueño.
Porque el sueño volvería de nuevo a ellos cuando abandonaran el local dentro de unos minutos o unas horas y volvieran a sus casas. Entonces deberían vivir con las rentas de esos sueños y recuerdos, deseando el paso veloz de los días de la semana, y añorando la vuelta de ese día de fiesta para encontrarse en ese domingo, por la tarde, en la cafetería y su reservado.
Pero mientras tanto seguían disfrutando de los últimos minutos de este domingo, con las últimas gotas de sus vasos casi vacíos, mientras degustaban el sabor de la guinda roja, y se estremecían al compás
de la música y del cuerpo cercano al que tanto deseaban poseer en la realidad y no solamente en momentos de ensueño como estos.
El tiempo pasa inexorable y los minutos corren sin que ellos se den cuenta. Es la hora de levantarse de la mesa y volver a sus casas. Recogen sus chaquetas y cartera. Tomados de la mano salen del reservado. Afuera la noche cubre las calles que están iluminadas por farolas. No hay música en las aceras. Sin embargo ellos van caminando hacia la parada del autobús que les llevará hacia sus casas.
El bus les recoge y les deja cerca de donde viven. Ellos tienen que separarse. Lo saben y son conscientes de la importancia de ese momento. Allí no hay música, ni luces, ni el ambiente del reservado de la cafetería, solo están ellos dos tomados de la mano.
Se miran durante un momento eterno, se dicen tantas cosas sin palabras y sus labios se unen en un beso mientras en el abrazo de despedida sienten el calor de sus cuerpos juveniles y el palpitar de sus pechos.
Luego ambos se separan y marchan cada uno a su casa, con el frescor del recuerdo de esa tarde y con el corazón cargado de mil sueños, que harán renacer cada día con nuevas ilusiones y esperanzas, hasta que llegue el próximo domingo, en la cafetería y su reservado, donde volverán a unir sus sueños, charlarán, bailarán y sentirán nuevamente el latido presuroso de su corazón ante la presencia del ser amado y sus caricias.
Rafael Sánchez Ortega ©
Buscaron un sitio apartado donde se sentaron; un camarero llegó y le pidieron unas consumiciones en forma de refrescos con un poco de ginebra para él y unas gotas de anís en el de ella. Luego se quedaron en silencio escuchando la música.
El lugar era acogedor y la mezcla formada por las luces, la música, la bebida y la cercanía de sus cuerpos hacían que aquellos momentos de los domingos fueran esperados por ambos como una llave a la esperanza de que los sentimientos nacientes cristalizasen en un futuro más o menos próximo.
Ambos bebieron un sorbo de las copas que contenían los refrescos, con el hielo flotando entre el líquido y la inolvidable guinda roja suspendida de un palillo que tantas tardes habían saboreado, en momentos como aquellos.
Era una tarde como tantas otras y sus manos se unieron en una caricia deseada y querida durante todos los días de la semana y que ahora, por fin, llegaba a sellar ese pacto mutuo de complicidad que les unía en las tinieblas del reservado.
El la invitó a bailar una melodía que estaba sonando y ella aceptó. Rodearon la mesa y salieron a la pista donde dos parejas estaban bailando, ajenos a todo lo que les rodeaba. Buscaron sus manos y sus
cuerpos y ella apoyó la cabeza en su hombro, como si quisiera descansar, mientras se dejaba llevar suavemente con los pasos de él, al compás del sonido envolvente de la música.
Después de un rato volvieron a sus asientos tomados de la mano. Esta vez se sentaron, pero a diferencia de la llegada, ahora ambos buscaron el abrazo y así él tenía su brazo pasado por los hombros de ella atrayéndola hacia su cuerpo, mientras sentía que su cabeza venía a reposar a su cuello, donde sentía la tenue caricia de sus labios.
El tiempo iba pasando y la poca luz que se filtraban de la calle, a través de una pequeña ventana, había desaparecido; solamente reinaban en el reservado las sombras intermitentes que se formaban procedentes de las discretas luces que había en el local y que se proyectaban al quedar su pobre iluminación tapada por algún objeto ó cuerpo de los que se interponían entre las bombillas y el salón.
La tarde, la música, el ambiente y ellos mismos, formaban el clima ideal para que allí surgieran los primeros sueños de la adolescencia y que empezaran a nacer unos sentimientos primerizos al abrigo de tantos recuerdos, que luego a lo largo de los días siguientes, volverían a recordar una y otra vez, deseando que llegara de nuevo el domingo, para volver a encontrarse de nuevo en aquel reservado.
Sin miedo ni pudor sus labios se buscaron y un beso surgió en la penumbra, quizás como tantos otros que estarían surgiendo en las mesas vecinas, pero ellos estaban ausentes de lo que les rodeaba, igual que los demás permanecían indiferentes a lo que ellos hacían.
Entre beso y caricia sus labios dejaban escapar pequeñas palabras; retazos de conversaciones iniciadas al abrigo de la música, con la complicidad de las sombras y con el calor de la persona querida, que permanecía allí, al alcance de sus manos y a la que podían tocar y acariciar sin temor a que esa imagen se desvaneciera como un sueño.
Porque el sueño volvería de nuevo a ellos cuando abandonaran el local dentro de unos minutos o unas horas y volvieran a sus casas. Entonces deberían vivir con las rentas de esos sueños y recuerdos, deseando el paso veloz de los días de la semana, y añorando la vuelta de ese día de fiesta para encontrarse en ese domingo, por la tarde, en la cafetería y su reservado.
Pero mientras tanto seguían disfrutando de los últimos minutos de este domingo, con las últimas gotas de sus vasos casi vacíos, mientras degustaban el sabor de la guinda roja, y se estremecían al compás
de la música y del cuerpo cercano al que tanto deseaban poseer en la realidad y no solamente en momentos de ensueño como estos.
El tiempo pasa inexorable y los minutos corren sin que ellos se den cuenta. Es la hora de levantarse de la mesa y volver a sus casas. Recogen sus chaquetas y cartera. Tomados de la mano salen del reservado. Afuera la noche cubre las calles que están iluminadas por farolas. No hay música en las aceras. Sin embargo ellos van caminando hacia la parada del autobús que les llevará hacia sus casas.
El bus les recoge y les deja cerca de donde viven. Ellos tienen que separarse. Lo saben y son conscientes de la importancia de ese momento. Allí no hay música, ni luces, ni el ambiente del reservado de la cafetería, solo están ellos dos tomados de la mano.
Se miran durante un momento eterno, se dicen tantas cosas sin palabras y sus labios se unen en un beso mientras en el abrazo de despedida sienten el calor de sus cuerpos juveniles y el palpitar de sus pechos.
Luego ambos se separan y marchan cada uno a su casa, con el frescor del recuerdo de esa tarde y con el corazón cargado de mil sueños, que harán renacer cada día con nuevas ilusiones y esperanzas, hasta que llegue el próximo domingo, en la cafetería y su reservado, donde volverán a unir sus sueños, charlarán, bailarán y sentirán nuevamente el latido presuroso de su corazón ante la presencia del ser amado y sus caricias.
Rafael Sánchez Ortega ©
Sept.2005
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