miércoles, septiembre 10, 2008

EL VAGABUNDO


La otra tarde, en el parque, mientras descansaba en el paseo escuchando los trinos de los pajaritos en este otoño dorado, observé a una persona, mal vestida y poco aseada, que caminaba lentamente y se paraba ante las papeleras para remover su contenido y buscar en ellas algo indeterminado y que al principio, por la distancia, no podía apreciar bien.

Poco a poco me pude dar cuenta de que era un vagabundo, la persona aquella, que revolvía el contenido de las papeleras como tratando de encontrar papeles en ellas que sacaba de las mismas y guardaba en una pequeña bolsa de plástico que llevaba en la mano.

En algunas le vi sacar un periódico que alguien habría depositado mientras que en otras eran carteles de propaganda depositadas por los paseantes y que después de recibidas, apenas habían sido leídos y fueron a parar a ese destino para que los camiones de la limpieza los llevaran al basurero.

El vagabundo caminaba lentamente y venía hacia mi banco. Al llegar a mi lado una mirada se alzó de sus ojos y sin decir una palabra se sentó en el banco donde me encontraba.

Yo miré su ropa vieja y sucia, vi sus manos estropeadas que necesitaban un lavado, quizás por estar escarbando en las papeleras, y quizás también porque nuestra figura no necesitaba ese lavado. Sentí su olor cercano, un olor a ropa sucia y sin lavar desde hacía tiempo y percibí el sudor que estaba adherido a las mismas.

En principio estuve tentado de levantarme y marchar a buscar otro lugar pero algo me detuvo. No fue curiosidad ni nada por el estilo, pensé que no tenía que huir de un semejante, de un ser humano, que simplemente acababa de sentarse a mi lado en el banco del parque.

Efectivamente era un vagabundo tal y como había intuido al ver su figura. Tenía la barba crecida y sin afeitar desde hacía tiempo, su pelo era espeso y lo llevaba revuelto como indicando que en el mismo hacia tiempo no había pasado un peine.

Llevaba un viejo abrigo gris que parecía de cuadros con las mangas rasgadas. Tenía los hombros caídos, sus pupilas huidizas parecían no mirar a nada ni a nadie. Su calzado consistía en unos zapatos rotos por los que se veían unos calcetines verde oscuros, no tenía cordones en los mismos y unas cuerdas los suplían. Sus pantalones también eran grises, pero de un gris oscuro, ó al menos eso me pareció y creí ver que no llevaba correa y que al igual que los zapatos los sujetaba en su cintura con unas cuerdas.

Pensé muchas cosas en aquel instante. Quería decirle algo, no sé, comunicarme con él, hablarle de lo que fuera, pero no me atrevía. De pronto un reloj dio unas campanadas y unas palomas volaron asustadas. El vagabundo volvió su cara hacia mí y me dijo:

-Las siete.

-Sí, son las siete, -le contesté.

Entonces, en ese breve momento en que pronunció aquellas palabras y volvió su rostro hacia mí, miré sus ojos y vi unas pupilas azules que me miraban. Parpadeé incrédulo pues no esperaba encontrar nunca que un vagabundo, quizás un mendigo, pudiera tener unos ojos azules.

Pero allí estaba aquel vagabundo, con sus pupilas azules, sentado a mi lado, a las siete de la tarde, quizás esperando que yo me marchara para tumbarse en el banco y hacer del mismo su lugar de refugio en la noche que poco a poco se iba acercando.

De pronto, movido quizás por un impulso altruista traté de repartir mi tiempo y darle una limosna.

-¿No le gustaría tomar un café?

Me miró y contestó:

-A quien le amarga un dulce.

Llevé mi mano al bolsillo y saqué unas monedas para dárselas. El las tomó y me dijo:

-Gracias, amigo.

-No tiene porqué dármelas, señor, -le contesté.

-Pero, ¿sabes una cosa? -me respondió-, hubiera preferido algo diferente.

-¿Qué es lo que hubiera usted preferido?

-Quizás algo tan sencillo como que me hubieras invitado al café en la cafetería de la esquina.

No supe que contestarle. No estaba preparado para esa respuesta tan sencilla y tan directa. Además me di cuenta de que yo le estaba tratando de usted, mientras que él, el vagabundo me respondía de tú, como si me conociera de toda la vida.

-¿Es pedir mucho, quizás, amigo mío, el que me invite a un café, en ese local?

-No, creo que no señor -le respondí-. ¿Quiere que vayamos a la cafetería?
El vagabundo volvió a mirarme con una sonrisa en sus labios.

-No, amigo. Yo no puedo ir allí, ya lo sabes. No me dejarían entrar y tú te sentirías incómodo.

-Pero...

-Gracias amigo. La intención es suficiente.

-Si usted quiere... -balbuceé con torpes palabras-.

-No es necesario. Me has dado más dinero que el que cobran por un simple café. Sólo quería saber tu intención.

-No le entiendo, -respondí- ¿qué ha querido decirme entonces con lo de invitarle a la cafetería?

-No te preocupes, ¡que tengas una tarde feliz, en este otoño!

Se levantó y con su paso cansino empezó a alejarse, mientras yo me encontraba inquieto. Sentía que algo no había hecho, que había faltado o fallado en algo a aquella persona que se alejaba de mí.

Mientras le veía alejarse, me preguntaba si en realidad el mendigo era él, la figura vestida como aquel pordiosero, ó si el auténtico mendigo era el que se quedaba sentado en el banco del parque pasadas las siete de la tarde.

Habían pasado unos minutos desde que sonaron las campanadas de las siete en el reloj. Las palomas ya había vuelto nuevamente al parque y todo cobraba la normalidad. Miraba la figura del vagabundo que se alejaba y que seguía rebuscando en otras papeleras. Aquel mendigo de ojos azules, que algo me recordaban...

-Sí, por fin... -me dije-. Son como las de un ángel que he visto hace días en una postal.

Me estremecí al pensar en esto y también me levanté para volver a casa. Quizás un ángel había pasado a mi lado en vez de un vagabundo y no le supe ver ni atender como persona y ser humano. Aunque quizás todo fue un sueño, y nada de esto había sucedido. Pero ya era tarde. El vagabundo había desaparecido del parque y nunca lo sabría.

Rafael Sánchez Ortega ©
Oct..2005

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