miércoles, septiembre 10, 2008

EL VIOLINISTA CIEGO


Una vez más, la música sonaba en la tarde y los violines, violonchelos y clavecines dejaban en el aire ese mundo de sueños, que como arabescos, se entremezclaban para dar luz y colorido a las figuras imaginarias que le rodeaban en su oscuridad.

Escuchaba una grabación de Las cuatro estaciones de Vivaldi mientras recordaba con nostalgia aquel tiempo pasado hace muchos años, cuando de niño, acudía al conservatorio de música y el profesor le enseñaba a tomar entre sus manos el violín y a rasgar sus cuerdas, en forma de caricia prolongada, para sacar de las mismas las notas que surgían, como suspiros contenidos durante mucho tiempo, deseando ver la vida.

Hacía ya más de treinta años de aquellos días que no podía olvidar. Entonces la luz le rodeaba, podía ver a las personas, percibir la sonrisa de sus bocas o el dolor en sus caras, su manera de vestir, de andar, las prisas en la calle de la gente que iba al trabajo o el paso cansino de otros en el paseo.

Fue una época en que pudo ver el vuelo de las aves en el cielo y fijarse en el bullicio que las mismas formaban en el parque a la caída de la tarde, así como admirar la clase de árboles que había, con su variedad de hojas y ese cambio de vestido, que hacían sus ramas, en las diferentes estaciones del año. Allí pudo contemplar los jardines que en primavera se llenaban de colorido con los rosales, tulipanes, jazmines, begonias, hortensias claveles y otras flores de las que ahora no recordaba su nombre.

También recordaba el mar, aquel mar tan suyo y que durante unos años, los que duró la luz que alumbró sus pupilas, fue el centro de su vida. ¿Cómo olvidar la playa que entonces le parecía interminable, con sus olas, aquel basto horizonte que no tenía fin y donde el cielo se unía a las aguas;
los barcos que entraban hacia el puerto, el salpicar del mar que llegaba hasta la orilla, los peces que nadaban bajo el muelle y a los que echaba migas de pan de su merienda?

¡Sí!, ¿cómo podría olvidar todos aquellos momentos? ¿Y cómo olvidar a las nubes blancas de otoño, fruto de la surada y el veranillo de San Martín, que indolentes formaban figurillas caprichosas y a las que se quedaba mirando, viendo como surgían de ellas aquellas caras de personas y animales juntándose en las escenas que su mente creaba y asociaba en un mundo irreal y de ensueño, mientras en lo alto, el cielo azul destacaba como si fuera el telón majestuoso de una obra celestial?

...Pero el tiempo pasó cruel e inexorable. Llegó el accidente y con él sus pupilas dejaron de ver y percibir todo aquello. Su mundo de luz y alegría, de ilusiones y esperanzas se convirtió en un mundo de sombras y tinieblas. Fue entonces donde el estado agridulce de su alma se volcó en arrancar con sus manos los sonidos acordes del violín con el que tantas horas había estado ensayando en el conservatorio.

Y ese tiempo fue pasando, día tras día, mientras las caras de entonces que tan bien recordaba daban paso a otras caras a las que daba forma por las voces que oía, igual que imaginaba su belleza y manera de andar, reír o llorar.

Y aquellos escenarios quedaron atrás. El viejo parque con sus árboles y jardines multicolores, las flores, las aves que cruzaban el cielo; el mar con sus olas, sus barcos y los peces; el cielo con sus nubes caprichosas y el telón azul que las cubría como un manto; todo eran ya un recuerdo que nunca podría olvidar.

Había vuelto a ir muchas veces a ese parque que ahora recordaba. Primero de la mano de sus amigos y luego, cuando pudo orientarse y valerse, ayudado por su bastón. En realidad, acudir al parque, fue algo sencillo dentro de la oscuridad en que vivía. Todo se limitó a tomar confianza en sí mismo y poco a poco pudo salir a buscar el camino tanteando los bordillos con su bastón de invidente y contando las baldosas y pasos que había dado y que tenía memorizados en su cabeza. Así pudo regresar un día, él
solo, y buscar el abrigo de un banco donde pudo sentarse a escuchar esa otra música, la de los pajarillos que juguetones, buscaban las ramas sobre su cabeza.

Fue una lucha por la supervivencia, por tratar de aferrarse a los pequeños hilos de la vida y buscar en ella lo que la luz de sus ojos no podía darle. Aquellas cosas hermosas y lindas que había presenciado se quedaron allí como un recuerdo. Un recuerdo nostálgico de lo que la vida contenía y tuvo a su alcance, durante unos años de su propia vida, y le había sido negado por el accidente.

Ahora, el tiempo y una gran parte de su vida había transcurrido. Habían pasado ya muchos años. El tiempo y los años no perdonan y los momentos de buen humor se confundían con otros de inconformidad con todo lo que le rodeaba, y sobre todo con esa falta de luz que iluminara y diera vida a lo que sus otros sentidos le transmitían.

Porque en definitiva una voz podía ser muy linda y llegar perfectamente a su oído, pero ¿de qué le servía escuchar la misma si no podía ver la cara de quien procedía y tenía que dibujarla en su cabeza con formas vagas e imprecisas? Y lo mismo pasaba con el resto de la vida. El viejo parque se había convertido en otro nuevo y funcional, al que seguía acudiendo, pero le habían dicho que los jardines estaban cambiados y que los árboles viejos habían sido talados. Igual que el puerto, donde habían efectuado obras importantes para dar atraque y ayuda a las nuevas embarcaciones que él desconocía y que también tenía que imaginar.

El tiempo pasaba y él seguía refugiándose en sus sueños, hallando refugio entre las sombras obligadas de sus pupilas. ¿Acaso sabía ya cuándo dormía y soñaba y cuándo estaba despierto? ¿No sería todo un sueño, incluso la música que ahora sonaba gravemente en el reproductor, llevándole esas notas de Vivaldi?

¡Pero no!, no podía resignarse ahora, igual que no se resignó entonces, cuando tuvo lugar el accidente. Entonces perdió aquella luz que le rodeaba dando forma y vida a todo su entorno y fue sustituida por el manto negro de las sombras. Creyó que era el fin, que no podría superar toda esa nueva vida. Y sin embargo, un día, bastó con escuchar el lamento del violín, para que se decidiera a sacar a la vida lo que el mismo llevaba. Y así, con tesón, sacando fuerzas no sabía de donde, repitiendo una y otra vez las composiciones en su casa y luego en los ensayos pudo llegar a ser lo que ahora era... ¡Un violinista ciego y famoso!

Solo que esa fama para los demás, para el resto del mundo, se limitaba en su persona a ser solamente un violinista en el mundo de las sombras; pero ahí estaba su mundo y su vida. La vida que él solamente veía del mundo y era capaz de arrancar con sus manos de un violín, dando ese toque mágico que tan bien sabía llegar a los corazones de las demás personas que le escuchaban, aunque él, el violinista ciego, no pudiera ver sus caras y sí escuchar y percibir, muchas veces, los suspiros que arrancaba de algunos corazones.

La reproducción acababa y él lo sabía. Sabía de memoria todas sus notas y sus claves. Sus pausas no tenían misterio, ya que las conocía de memoria. Debía dejar dormir sus recuerdos y volver a su mundo de los sueños. Tenía mucho que hacer aún y no debía perder el tiempo.

Secó una lágrima imaginaria mientras tomaba el violín que tenía a su lado para afinar sus cuatro cuerdas y ponerlas a punto. Luego unas notas rasgaron el aire y su sonido empezó a dar vida y forma a los sentimientos que, en la tarde, volvían a nacer en su alma.

Estaba vivo en su mundo, en ese pequeño y limitado mundo, con las sombras que impedían traer la luz a sus pupilas para ver y admirar todas las maravillas que le rodeaban. Pero a la vez, estaba vivo, con toda la carga de sensibilidad que se escapaba en la estancia a través de las notas nacidas del violín en la tarde de otoño.

Quizás el misterio de la vida, y de su vida era solamente ese, "Buscar el significado de la misma a través de las notas de música arrancadas al violín y nacidas tras la sombras de sus pupilas".

Rafael Sánchez Ortega ©
oCT.2005

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