miércoles, septiembre 10, 2008

ENCUENTRO EN EL VERANO


Se encontraron de nuevo un día, en la playa, en un verano tardío que dejaba sobre la arena el calor de unos rayos de sol que bajaban de un cielo azul. Ella llegó fresca y linda con una fragancia contagiosa que emanaba de su ser. El acudió también, apuesto y gentil, con su seriedad habitual y ese aire especial que confiere el paso del tiempo que ha rozado sus cabellos.

Se miraron un instante a los ojos, el tiempo justo en que el verano les hizo volver la cabeza hacia unas olas blancas que mansamente llegaban a dormir en la playa con su rumor característico y con esa carga de leyendas y misterios vividos en otros mares y otras fechas.
-¡Cuántas cosas guardan celosamente estas olas! -dijo ella.

-¡Y cuántas más recogerán! -dijo él-, porque las olas no mueren, solo duermen en la playa, el tiempo justo de la resaca y vuelven de nuevo a la mar.

-Recuerdo un día gris en que unos delfines quedaron varados en la playa y no podían volver al mar.

-¿Y qué pasó?

-La gente vino y trató de ayudarles. Unos les empujaban hacia el mar, otros les tiraban cubos de agua para que no se resecaran y ellos, mientras, les miraban con su cara inexpresiva, como diciéndoles que no se preocuparan, que no pasaba nada.

-¿Pudieron volver al mar?

-No, no pudieron, fue muy triste. Las olas les volvían y ellos no hacían nada por salvarse.

-Algo he escuchado de sucesos parecidos en otras partes. La naturaleza y la vida es un misterio.


Efectivamente, la vida es un misterio. Y allí estaban ellos. Hacía tiempo que no coincidían y sin embargo habían llegado hoy, en este día de verano, quizás para verse, para intercambiar unas cuantas palabras, para mirarse a los ojos, para que él contemplara la hermosura de su cabello, su cara agraciada y ese cuerpo que al mirarle hacía soñar y que al recordarle en la distancia y el tiempo deseara volver a tener cerca y al alcance de sus brazos.



Y ella estaba a su lado, notando su presencia y sintiéndose protegida mientras reclinaba la cabeza, mirando a las olas y deseando que él pasara su brazo por sus hombros y la atrajera hacia sí para que depositara un beso en sus labios.

La paz se extendía a su alrededor en este día que ambos deseaban no terminase nunca. El amaba su juventud, ella su paciencia, él deseaba estrecharla entre sus brazos para que durmiera y soñara en ellos, ella quería cerrar los ojos eternamente mientras sentía el calor de sus manos acariciando su cuerpo, él le contaría en un susurro todo aquello ocurrido desde la última vez que se vieron, ella escucharía sus palabras a través del velo de ese sueño, mientras sus labios sonreían a su dueño.
Un hermoso día de verano al fin, que iba a ser el primero y único de este año por caprichos de este tiempo Y es que el tiempo andaba raro como la vida y las personas. Parecía como si se hubiera contagiado de las inquietudes nerviosas que corrían por el mundo y se hubiera transmitido esa impaciencia, esa prisa, y el paso mismo del tiempo parecía que era algo tan sutil que cualquier cosa ó acontecimiento podía quebrarlo.

Y allí estaban ellos, acurrucados en la arena, una vez más en el tiempo y amándose en silencio. Las olas juguetonas seguían llegando y dejando a la vez un rumor de caracolas y misterios. Un velero cruzaba lentamente por el mar, con las velas desplegadas, como si temiera romper el bello cuadro de aquel mar rizado por el viento y del cielo azul que sobre el mismo dejaba su salero.


-¿Cuándo volveremos a vernos? -dijo ella.

-No lo sé vida mía, nadie lo sabe, sólo el tiempo -le contestó él.

-¡Si pudiéramos cerrar los ojos y hacer que nuestros sueños volaran con el viento!...

-Si pudiéramos hacer eso, no necesitaríamos al verano para vernos.
Un leve estremecimiento recorrió el cuerpo de ella. El sabía lo que estaba pasando pero era algo inevitable, algo superior a sus fuerzas y que no estaba en su voluntad el poder cambiar los acontecimientos. La había amado desde que la conoció, en aquel año, y siempre deseaba tener la oportunidad, como ahora, de volver a verla en la temporada siguiente.


Ella sabía lo que él pensaba, era consciente de ello y ahora solo quería descansar entre sus brazos, a pesar de ese estremecimiento involuntario que había tenido al pensar, por un segundo, que dentro de muy poco tendrían que separarse y que no sabrían cuando volverían a encontrarse.

Pero había algo seguro y es que a pesar de la distancia, a pesar del tiempo, a pesar de los pesares un día, en un verano cualquiera, volverían a verse en una playa como esta, hablarían como ahora de mil cosas ó quizás callarían en silencio dejando que sus manos y labios hablasen por ellos.

Y volverían a amarse porque su amor era algo sagrado y eterno. Algo que nació desde que se conocieron, algo que solo separaba el verano y los meses del invierno.

-Tengo que marcharme -dijo ella-, es tarde ya, aunque parece que acabáramos de vernos. Voy a dormir un largo sueño.

-Sí, yo también tengo que partir. Me toca a mí hacer que vivas y que sientas ese sueño.

Se miraron a los ojos una vez más. El acarició primero sus cabellos, luego su cuello y depositó en sus labios un largo beso. Ella miró su rostro varonil, sus facciones curtidas, su pelo un tanto cano y tras sentir de sus labios aquel beso dejó su cabeza apoyada en su pecho para sentir el latido presuroso de aquel corazón, un tanto viejo, pero lleno de vida, de amor y que rezumaba tantos sueños.

Luego ella tomó sus manos, se separó de él un poco y mirándole a los ojos le dijo estas palabras:

-Adiós Sr. Otoño, regresa con el tiempo, yo quedo con mis sueños, con este rato amado y esperando tu regreso.

-Adiós mi linda Primavera, recuerda que te quiero. Pediré que pase pronto el tiempo del invierno, para intentar volver aquí de nuevo. No sé cuando será, pero hasta que llegue ese momento te seguiré amando en silencio, mientras espero este encuentro.

-Adiós amado mío, recuerda que te amo y te espero con el tiempo.

Y en aquella tarde, primera y última del verano, él partió desde la playa hacia su otoño, que empezaba y le esperaba con el viento, para empezar a tejer la alfombra dorada en los senderos, mientras ella quedaba acostada y durmiendo en la arena, descansando de su viaje, recordando sus abrazos y sus besos y deseando que pronto ambos, Primavera y Otoño, pudieran unir de nuevo, en un verano, sus sentimientos y sus sueños en un verso.

Rafael Sánchez Ortega ©

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