viernes, septiembre 12, 2008

A SINA


Volvía para casa cuando vi la figura de Sina renqueante, pero erguida, apoyada en el bastón, caminando por la acera entre los jardines. Llevaba su pelo blanco, inconfundible, bien peinado y la sonrisa abierta y franca que tan bien conocía.

Me detuve a saludarla como siempre y empezamos a charlar. Me preguntó por mi madre, por mi trabajo con la Historia y ese proyecto inconcluso y medio abandonado por culpa de la incomprensión de algunas personas, que según ella, no saben apreciar el trabajo y la cultura.

Continuó animándome diciendo que seguramente las generaciones venideras sabrían apreciar el trabajo y esfuerzo empleado, a través de toda la documentación y material conseguido. Yo le dije que admiraba a Ramón por su dedicatoria en vida a la Historia y por la cantidad de horas empleadas en "quemarse las cejas" husmeando a fondo cantidad de legajos y pergaminos en los diferentes archivos de España.

De pronto, ella me sorprendió, ya que su persona parece una caja de sorpresas y siempre guarda una para cuando charlamos. Me dijo que tuvo la gran suerte de conocer y tener por profesor a Ramón en unos cursos de verano, que era una persona extraordinaria y que vivía la Historia hasta unos límites insospechados.

Seguimos hablando, mientras caminábamos juntos por la acera. Me habló de Marcelino, otra persona que para ella tenía un valor extraordinario en el campo de la Historia, aunque en la actualidad no se le hace justicia. Yo le conté que la otra noche estuve bajando "Los Heterodoxos" para tener esa obra extraordinaria a mano y poder consultar cualquier dato interesante. Por supuesto que ella había oído hablar de esa obra y también me contó las virtudes intelectuales que adornaban a Marcelino como autor y persona, a pesar de morir tan joven.

Luego me habló de un profesor que tuvo llamado Gerardo. Al oír su nombre mis labios ofrecieron una sonrisa de satisfacción, creí que había llegado el momento de expresar mi admiración por alguien a quien conocí, aunque fuera en la distancia, a través de su obra y por alguna entrevista en la TV. Le dije de su apariencia señorial, esa que tanto le distinguía, al menos en las entrevistas y ella me sorprendió al contarme cosas de él.

-No, estás equivocado. Gerardo no tenía nada de señor, era un quisquilloso y muy puntilloso en las clases. Yo le tuve de profesor.

-Una vez -siguió contando-, suspendió a quince compañeros seguidos por algo tan sencillo como fue el preguntarles ¿qué lección tocaba? y a la respuesta que daban uno tras otro era que se trataba de la lectura de Miguel de Cervantes Savedra. Gerardo fue suspendiendo a los quince, hasta que llegó un compañero que tuvo el conocimiento, la osadía o lo que sea que le dijo: "Toca la lectura de Miguel de Cervantes Saavedra".

-¿Y por ese detalle les suspendió? -le contesté-.

-Sí, Gerardo era así. Era muy puntilloso. Aunque tenía muchas virtudes, por ejemplo amaba la música y tocaba muy bien el piano.

-¿Tocaba el piano, Gerardo?... Nunca lo he leído.

-Sí, y lo hacía muy bien. Recuerdo que una vez llegaron dos alumnos a su clase particular y les pasó al salón. Les dijo que se sentaran. Tocó una pieza y al final les comentó “que la música dá paz al alma o aplaca las ansias”, según se mirase, y los dejó con la boca abierta. Años después supe encontrar el verdadero significado a estas palabras.

-Parece mentira asociar la figura de Gerardo a esta otra que me dices, Sina.

-Sí, así es. Sin embargo cambió mucho cuando fue a Madrid, pero ello no quita que escribiera como los ángeles y que sus poemas sean una maravilla. Tenía una sensibilidad exquisita.

Cuando oí estas palabras recordé la figura ya lejana de su esposo Caché, ya fallecido, que con aquella manera externa de ser, tan directa y extravertida nos desarmaba con el vocabulario más corriente y sin embargo cuando entrabas en conversación profunda con él, daba muestras de la gran inteligencia que se ocultaba tras su fachada de hombre rudo y callejero.

Era tarde y nos despedimos hasta otro día, en que como tantos, nos volveríamos a ver por la acera, el parque ó la plaza, y reanudaríamos la charla sobre la familia, la salud, sus hijos, (mis amigos), el trabajo y la historia. Nadie diría que esta persona con la alegría en su cara, aunque con paso renqueante, por la edad, guarda en su cabeza tantos recuerdos de la vida y de la historia.

La última frase que me dijo se me quedó grabada en el corazón:

-Sólo le pido a Dios que no me dé más de lo que tengo -Y ella al ver mi ignorancia, no entendiendo bien lo que me quería decir, añadió-: Sí, que no me dé más enfermedades ni achaques de los que ya tengo, que con estos mal que bien puedo, pero si me da más no sé si podré aguantarlos.

Separamos nuestros caminos en la acera que conducía a su casa, mientras yo regresaba a la mía. ¡Cuántas veces nos podemos equivocar!, pensé.

¿Quién pensaría que esa persona de cuerpo menudo, aunque señorial, amante de la Historia y que en secreto me había confesado su intención de haber querido estudiar para archivera, había conocido y disfrutado en los cursos de verano a Ramón Menéndez Pidal, Marcelino Menéndez Pelayo y que tuvo también la suerte de tener como profesor de Instituto a alguien que se llamó Gerardo Diego?

¡Qué pequeño es el mundo y cuánto guardan esos corazones que a veces pasan a nuestro lado! A veces tenemos tan cerca la respuesta de lo que buscamos que miramos como miopes muy lejos, tan lejos que ignoramos la verdad por buscarla allí, donde no está, sin darnos cuenta de que la misma, muchas veces va con nosotros y nos acompaña.

Tardé en conocerte Sina, pero tanto a ti, como a tu esposo Caché os estaré siempre agradecido por todo lo que pude encontrar en vosotros: La sencillez y el humor con la inteligencia y cultura que siempre fuisteis desgranando gota a gota y que tanto me han sorprendido hasta hoy; aunque estoy seguro de que todavía guardas en tu alma más cosas, que si el Destino quiere me mostrarás en su momento.

Rafael Sánchez Ortega ©
13.02.06

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