lunes, septiembre 15, 2008

UN RECUERDO EN EL PARQUE




Aún recordaba bien aquella frase, ese conjunto de palabras que le dijo antes de la despedida. Recordaba su cara juvenil, sus ojos penetrantes y transparentes, su pelo que invitaba a tocarlo, en una caricia. La suavidad de sus labios, inocentes y sensuales, que pedían en silencio ser besados, sus manos finas, con aquellos dedos que tantas veces habían acariciado su cuerpo.

Y la recordaba también alejándose de su lado, con su paso firme, su andar desenvuelto, y dejando tras de sí mil sensaciones diversas que arrancaron un suspiro de su pecho.

Y se fue una tarde. Tomó el tren que la llevaba lejos, mientras él se quedaba en el andén mirando el vagón que lentamente daba los primeros pasos y la mano que, en la ventanilla, le decía adiós.

La estación se fue quedando desierta, nadie pasaba ni tampoco circulaban los trenes. Era tarde ya. Recordaba que salió afuera, a la gran ciudad, a buscar de nuevo su rumbo, su destino entre las sombras de las avenidas, entre las paredes solariegas de las grandes fachadas, en la inmensidad de la muchedumbre que caminaba y vivía intensamente en un desordenado orden de luces y ruidos.

De pronto se dio la vuelta. Corrió de nuevo a la estación y penetró en la misma respirando agitadamente. Pero no, era tarde y bien que lo sabía. El tren ya había partido, porque él le vio marchar, y no había nadie esperando. Ella se había marchado. Ni siquiera la lejana esperanza de una avería se veía reflejada en la vía silenciosa y desierta, con los railes huérfanos de los vagones que esperaba encontrar.

Llevó su mano al bolsillo y sacó una carta. La había escrito en la mañana y pensaba dársela, a ella, antes de partir. Pero no, ya no era posible, se había marchado sin sus letras, sin su mensaje. Sin las palabras que no supo decirle mirando a sus ojos, unos momentos antes.

Y allí estaba él, en el vacío y frío andén de la gran estación, cuando ya el último tren había partido con su amada. La mirada perdida en la distancia, con la carta en la mano y un mensaje que no llegó a su destino, el corazón compungido y lleno de recuerdos y, en especial aquel, que le traía una cara enamorada, una cara sonriente, una cara llena de alegría con un brillo especial en sus ojos: "Esperaré en el andén hasta el último minuto y cuando te vea aparecer, corriendo en la estación, subiremos al vagón que nos espera..."

Sin embargo allí estaba él, parado en un andén vacío por culpa de las comunicaciones, de los autobuses y del metro. Había llegado tarde y nadie esperaba en la estación. Había corrido con la vana esperanza de un milagro, y aquí estaba, de nuevo solo, en la húmeda y fría estación. De nuevo a solas con sus recuerdos y con esa parte soñada.

Tendría que esperar nuevamente, tendría que crear un nuevo sueño, tendría que madrugar más y buscar que nada ni nadie le impidiese tomar aquel vagón y despedir luego, a la persona amada.

Recordaba ahora todo esto, en el silencio del parque, mientras escuchaba cantar a los pajaritos en los árboles, saludando a la incipiente primavera.

Recordaba sí, recordaba estas y muchas otras cosas, mientras dormitaba al abrigo del sol de la tarde y esperaba el tañido del reloj de la plaza que le dijera que ya era hora, de volver para casa, porque la tarde había terminado y empezaba a anochecer.

Rafael Sánchez Ortega ©
23/03/07

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