Conocí a una persona peculiar una tarde. Era una chica aparentemente abierta, habladora, con una gracia sin igual y se la veía llena de vida. Nos presentaron y le di la mano. Ya me había fijado en ella alguna vez, pero nunca hasta ese momento había tenido oportunidad de saludarla.
Al tomar su mano tuve la fortuna de poder ver sus ojos. Eran unos ojos bonitos pero con unas nubes que cegaban el brillo que los mismos debían tener, y que debían también reflejar la alegría exterior que aquella chica derrochaba sin cesar.
Sus ojos se fijaron en los míos y creí percibir un ligero temblor, fue un algo imperceptible, algo que incluso noté en la mano que tenía entre mis dedos. Cruzamos unas palabras de saludo y ambos regresamos a nuestro sitio.
Yo la seguí mirando. La miraba a hurtadillas, casi sin que se diera cuenta y alguna vez pude observar que nuestras miradas se cruzaban, porque quizás a ella le pasaba lo mismo, que miraba con curiosidad a mi persona.
Días más tarde nos encontramos y nos saludamos. Hablamos de varias cosas y poco a poco fue naciendo algo, entre nosotros, que hizo que sin darnos cuenta, nos fuéramos confiando muchas cosas. Cosas que normalmente no se dan, ni se cuentan ni se comentan con nadie, incluso ni con los amigos más cercanos.
Una noche ambos nos dimos cuenta de algo, y era que había nacido un sentimiento entre nosotros, algo diferente a la amistad, pero a la vez sujeto a una serie de normas y reglas que quizás impedían hacer de ese sentimiento una realidad, por la forma de vida que ambos llevábamos. Sin embargo no nos dijimos nada. Bastó con que nuestras miradas se volvieran a encontrar, y nuestras palabras se cruzaran para darnos cuenta de ese detalle importante.
A partir de entonces todo fue diferente, cada encuentro estaba rodeado de un interés especial por mi parte. Era como si llamara a una puerta pidiendo un poquito de agua para beber, y alguien, en este caso ella, saliera con una bandeja y el vaso para ofrecerme aquel líquido precioso que guardaba en su pecho. Otras veces era yo, el que pasaba por delante de su casa, de su puerta, y allí estaba ella, esperando, quizás esperándome, con el agua para calmar mi sed y la palabra para atender a los latidos de mi corazón.
Un día escribí un poema y se lo entregué. Al leerlo vi sus ojos llorar y también pude contemplar todo lo que tras esas lindas pupilas se encerraba. Así me di cuenta de que la alegría exterior era cierta, pero dentro, en su alma había una gran carga, un peso enorme y una cantidad de problemas que me hubiera gustado poder resolver, pero eso no estaba en mi mano y por eso simplemente le ofrecí mi hombro, para que apoyara su rostro y pudiera llorar en él sin temor ni miedo a que yo viera las lágrimas rodar por sus mejillas.
En ese momento me di cuenta de la gran cantidad de amor acumulado en el alma de esta persona, de esta vida que tenía entre mis brazos y pensé en lo poco que era yo, en lo frágil de mi abrazo y en lo apenas consistente de mi persona para apoyar y ayudar a una persona que necesitaba algo más de lo que yo podía darle.
Volví la vista atrás, a unos días anteriores, cuando en un impulso mecánico me tuve que apartar de una barandilla en las cercanías del faro ante la tentación que vino, por sorpresa a mi cabeza, y me invitaba a apoyarme en aquella cerca que separaba el terreno firme del vacío para que accidentalmente pudiera caer al acantilado. Me dije que quien era yo para dar apoyo, abrazar y animar a una persona llena de vida, de ilusión y cariño, aunque con el corazón tremendamente dañado por la vida y las circunstancias, cuando estaba lleno de dudas, de vacilaciones y ni siquiera sabía cual era mi norte.
Y de pronto me vi llorando. Sí, lo reconozco, lloré. Lloré en silencio y sobre el hombro que tenía abrazado.
Ella debió notar mis lágrimas, quizás alguna bajó a su cuerpo y penetró bajo la tela de su vestido. Alzó su cara llorosa, se limpió una lágrima y al ver mi rostro no dijo nada, solamente su mano vino a mi cara, rozó con sus dedos suavemente mi piel y me enjuagó una gota que se había deslizado por mi mejilla. A continuación me dio un beso y puso un dedo en mis labios que besé.
Nos despedimos en la noche y nuestros cuerpos se separaron. Algo nos había unido y un secreto se había establecido entre nosotros. Un secreto que no necesitaba de palabras y que bastaba solamente con la mirada, con el silencio y con esas pequeñas cosas que quizás la vista humana no capta, pero sí los sentidos de las personas con un corazón sensible y especial, como el que tenía esta chica.
Hoy es martes, primer día del año; de un nuevo año. Esta noche la he visto, la he saludado, la he felicitado y simplemente he notado su cariño, su amor y todo lo que lleva en su interior.
El amor es como el fuego que necesita leños para que no se apague y que la llama esté siempre viva y dispuesta a dar vida y calor a la hoguera. Quizás el amor necesite de la palabra, pero también de la mirada, de la caricia, de saber escuchar sin preguntar nada, de ser, a la vez, capaz de hablar y contar todo aquello que retienes en el alma y que solo te atreverías a decir a la persona amada. El amor puede ser eso y muchas cosas más, sólo hace falta buscarlo, y si lo encuentras, si das con él, sencillamente alimentar día a día, noche a noche, esa brasa para que nunca se apague el sentimiento nacido y que el mismo llene el alma y arranque los mil suspiros retenidos.
Rafael Sánchez Ortega ©
01/01/07
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